jueves, 3 de julio de 2014

MI ADOLESCENCIA (II)

--MI ADOLESCENCIA (II)
Jorge C. Oliva Espinosa

Eran recientes los primeros vellos en mis axilas y más ronca la voz
que salía de mi garganta; un incipiente bozo cubría mi labio superior,
cuando Batista cercenó el transitar democrático de aquella República
de elecciones cada cuatro años y de repetidas frustraciones. Lo hizo
con el golpe de estado perpetrado en la madrugada del diez de marzo de
1952. Yo era entonces un estudiante de bachillerato, que aspiraba a
matricular la carrera de medicina el próximo curso; tan idealista, que
no reparaba en mi falta de recursos para ello. Mi familia se sostenía
apenas con la pensión de veterana del Ejército Libertador que recibía
mi abuela materna y con el miserable salario de mi madre como
doméstica. Mi abuelo mambí, en un arranque de idealismo, había sido
renuente a gestionar pensión alguna, porque "no había ido a la manigua
a fundar una República a la cual pasarle la cuenta por sus servicios".
Después su viuda, totalmente desamparada, tuvo que gestionar la suya
propia. Así me lo habían contado, cuando indagaba por aquel hombre que
no conocí, pero que siempre admiré y del que me sentía orgulloso por
haberme legado su estirpe rebelde y su amor a la Patria.
Como estudiante, poseía yo todos los atributos de esa condición:
Inquietud por saber, lector acucioso, iluso soñador proclive a la
bohemia, amante de la poesía y autor de malos versos, platónico
enamorado de Dulcineas inexistentes. En las noches, con amigos del
barrio, me enfrascaba en insomnes tertulias donde se discutía de lo
humano y de lo divino. Pero mi barrio era un barrio peligroso, por los
jóvenes que en él habitaban. Era el barrio de la Punta, colindante con
la non sancta barriada de Colón; en aquel barrio nuestro, desde el
suicidio de Chibás, existían dos Liceos Ortodoxos, sedes de las dos
tendencias, abstencionista y electoralista, en que se había dividido
el Partido fundado por él. Al doblar de la esquina del Liceo situado
en la calle Consulado, al lado de la caficola, vivía un negrito
atlético llamado Gerardo Abreu, nuestro amigo y contertulio. A Gerardo
le gustaba recitar y aspiraba a ser el continuador de Luis Carbonell,
el "Acuarelista de la Poesía Antillana". Todos los asistentes a
aquellas reuniones noctámbulas, admirábamos las dotes declamatorias de
nuestro amigo, éramos fervientes martianos, devotos de Guiteras y
algunos componíamos versos horribles, verdaderos adefesios, que
aspirábamos a oír en su voz. Antes que aquella corta cuadra de
Refugios desembocara en San Lázaro, le salía al encuentro la calle
Industria, con la tintorería "Abraldes" y la casa de Manolito Zuzarte.
Estos antecedentes, se volvieron razones para que, en la mañana del
propio diez de marzo de 1952, aquel grupo de amigos, del cual yo
formaba parte, subiera a la Colina Universitaria, no en busca de
conocimientos, sino en pos de armas con que enfrentarnos al golpe
castrense. Nuestra decisión se fundaba en principios heredados y en un
apego orgulloso a la historia patria. Y a la Universidad entramos, sin
ser estudiantes universitarios. Allí conocimos a jóvenes valiosos que
vivían en otros barrios y compartían nuestros ideales; al ver aumentar
nuestro número, nos sentimos reconfortados y más fuertes, pero también
allí sufrimos las primeras decepciones. Las armas ofrecidas por el
presidente depuesto jamás llegaron; tampoco las que prometió un
senador cojo, combatiente de la guerra civil española, expedicionario
de Cayo Confites y con fama de ex comunista, y todo se resolvió en
rabia e impotencia. Fue muy amargo nuestro regreso al barrio aquella
tarde, pero fue determinante. Habíamos comprendido que era necesario
hacer algo y que éramos nosotros, los jóvenes, los que teníamos que
hacerlo. Por su parte, el pueblo, aquella masa anónima y sufrida,
permanecía indiferente, como aletargado. ¡Era necesario despertarlo!
En cuanta conspiración se gestaba, en cuanto movimiento subversivo
apareciera, nos enrolamos, ansiosos de "hacer algo". Manolito
Carbonell nos "conectó" con la "Triple A", una organización poderosa
en recursos y fantoche en sus actos, que no tardó en darnos una
defraudación más. Después vino el Profesor García Bárcenas, con su
idealismo del Sábado de Gloria, en que pensaba tomar Columbia con la
complicidad de militares en activo. Todo parecía negar nuestras
posibilidades de derrocar la tiranía, hasta la madrugada del 26 de
julio de 1953, en que un grupo de jóvenes, como nosotros, trató de
asaltar los cuarteles de Santiago y de Bayamo. Esos jóvenes
fracasaron, fueron masacrados, pero nos señalaron la ruta. Sin
embargo, desde el 10 de marzo de 1952 hasta el 26 de julio del 53, nos
faltaba mucho por andar y por aprender.
Tuvo que transcurrir el tiempo: un año, cuatro meses y 16 días de
frustraciones y aprendizajes para que identificáramos el camino a
seguir. La sangre de los jóvenes asesinados con saña bestial en la
mañana de la Santa Ana, nos iluminó la senda. ¡Eso era lo que había
que hacer! No dudar ante nuestros escasos recursos y con los que
tuviéramos, golpear a la dictadura en su base de poder: el ejército.
Las armas las tenían ellos, era preciso arrebatárselas en combate; la
lección nos venía desde Agramonte, cuando planteó que lucharía con la
vergüenza. Ahora nos la repetían los "Jóvenes del Centenario".
Parecía una decisión de locos, pero esta vez los locos tenían la
razón. Y en cuanto los sobrevivientes de aquella gesta fundaron su
Movimiento, aún sin nombre, (1) nos incorporamos al mismo. Gerardo fue
el primero, ya se le conocía como "Fontán" y nosotros, sus amigos del
barrio, le seguimos.
CONTINUARÁ...

(1) Al principio se hablaba de "El Movimiento", luego "Movimiento del
Centenario", no fue hasta mayo de 1955, al ser amnistiados los
atacantes, que se le bautizó con su definitivo nombre: "Movimiento 26
de Julio."




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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com
jorgecoliva@gmail.com

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