lunes, 17 de junio de 2013

EXTRANJIA CAP 2

II

EL Mariel, 1980
El Mariel o simplemente Mariel, sin el artículo, es una pequeña bahía
situada al oeste de La Habana, muy cerca de ella y que, como ésta, se
abre al estrecho de La Florida. Es el lugar dispuesto por el gobierno
cubano como puerto de embarque de una ola migratoria que será llamada
"El Éxodo del Mariel". Cuando termine este episodio que le dio
renombre internacional al lugar, más de cien mil cubanos habrán
abandonado la isla por allí.
Todo comenzó cuando un grupo proyectó el ómnibus en que viajaba contra
los muros de la embajada de Perú, en la otrora aristocrática Quinta
Avenida de Miramar. En el impacto, atropellaron a un guardián que
custodiaba la entrada y el uniformado murió. Ante la decisión de la
sede diplomática de dar asilo a los que habían entrado en ella por la
violencia, el gobierno de la isla retiró el servicio de protección. Al
hacerse pública esta medida, cientos de ciudadanos que deseaban
emigrar, continuaron penetrando en el recinto de la misión peruana.
Pronto no cupieron en la edificación y comenzaron a acampar en sus
jardines y patios. A los pocos días, ya eran miles los cubanos que se
hacinaban en aquellos predios, sin las mínimas condiciones higiénicas
y de habitabilidad. La situación de tal multitud se hacía
insostenible. Los gobiernos de Cuba y de Perú se acusaban mutuamente
de ser los responsables del problema y las relaciones entre los dos
países se hicieron tensas. Perú suspendió la concesión de asilo, pero
de todas partes de la isla seguían llegando aspirantes a emigrar por
aquella vía. La ausencia de guardias en los accesos permitió que, en
poco tiempo, una avalancha humana convirtiera los patios y jardines de
la Embajada en hacinados campamentos de refugiados. Ya hasta los
techos de la mansión estaban ocupados por individuos que no habían
encontrado sitio en las áreas bajas. Entonces, el Presidente de
Estados Unidos declaró que su país "recibiría con los brazos abiertos
a todos aquellos que aspiraban a vivir en libertad". Como respuesta,
Cuba anunció que facilitaría la salida de toda persona que deseara
abandonar la isla y que el puerto de El Mariel sería habilitado para
recibir cualquier embarcación que llegara para transportarlos hacia
Estados Unidos.
De inmediato, comenzaron a arribar al Mariel numerosas naves
provenientes de la cercana Florida. Al principio fueron algunos yates
deportivos, propiedad de cubanos residentes en Miami o alquilados por
estos, que venían a buscar a sus familiares. Pero aquella flota no
tardó en crecer y abigarrarse, nutrida con los más variados navíos
pesqueros, de recreo y comerciales. Hasta una línea de taxis navales
se estableció entre Miami y Mariel. Una heterogénea escuadra ocupaba,
apretadamente, toda la pequeña bahía y muchas embarcaciones se vieron
precisadas a echar ancla frente a su entrada. Tanto el puerto como el
poblado cercano se animaron de una actividad nueva y creciente. La
afluencia de naves y tripulantes creaba demandas a satisfacer y éstas
imprimieron una febril dinámica en toda la zona. En el puerto, nuevos
muelles fueron habilitados con estaciones de servicio y
reabastecimiento de combustible; una peculiar zona franca se abrió,
para ofrecer a los navegantes el ron y el tabaco emblemáticos de Cuba,
además de los más variados artículos, así como artesanías y
confecciones nacionales, desde maracas y sombreros de yarey, hasta
guayaberas. Aquello hervía de movimiento. Las autoridades migratorias
establecieron oficinas provisionales, donde se tramitaban de forma
expedita las solicitudes de muchos ciudadanos que, sin haber penetrado
en la embajada, también querían salir del país. A la par, fueron
improvisados almacenes transitorios para abastecer a los ávidos
compradores que llegaban del norte. Muchos pobladores de la zona,
vieron la oportunidad de aumentar sus ingresos, vendiendo comidas y
alimentos ligeros a la cada vez mayor, población flotante o de
tránsito. Autobuses y camiones acondicionados para transportar
pasajeros, en largas caravanas, arriban al Mariel casi de continuo,
después de congestionar la principal carretera de acceso. En uno de
esos vehículos, viaja Él, un cubano más, perdido su nombre en el
anonimato de aquella masa migratoria, formada por personas de todas
clases: desde profesionales y campesinos, hasta empleados citadinos,
desocupados, vagos habituales y otros elementos marginales, muchos de
estos últimos con antecedentes delictivos. No son raras las familias
completas. Como todos, él quiere dejar atrás las penurias y miserias
que le agobian y sueña con encontrar una suerte de paraíso de
bienestar y prosperidad. Pero, a diferencia de la gran mayoría que
pretende establecerse en el país de la abundancia, este hombre tiene
un proyecto distinto, bien elaborado…
La situación se le ha tornado más que angustiosa, insostenible. Su
pequeña familia, de la que es el único sostén, gira alrededor de una
sola tragedia: la homosexualidad y el cáncer que destrozan la vida de
un hermano mayor. Motivo para la dedicación exclusiva de una madre
casi enloquecida y de la evasión alcohólica en que refugia un padre su
bochorno. A todos los envuelve y arrastra la misma causa fatal. Como
única compensación, a golpe de perseverancia y coraje, logró terminar
una carrera universitaria y ahora disfruta de un cargo importante, que
desempeña con eficiencia más que sobrada… Goza de la total confianza
de la Gerencia y eso le permite realizar ciertas maniobras con los
recursos financieros que le han confiado. Hasta ese momento, fueron
pequeñas cantidades que supo distraer para su beneficio, aprovechando
coyunturas favorables. Pero, el gran fraude, por el que se apropió de
unos cuantos miles de dólares, no tardaría en descubrirse y él sería
señalado como principal responsable. Gran calculador, aquella
circunstancia no la había pasado por alto, pero siempre la consideró
de poca probabilidad, lejana. Y ahora, la auditoría anunciada para el
mes próximo, convertía la posibilidad remota en acontecimiento
inminente y le vaticinaba su segura desgracia. Por eso no le fue
difícil tomar la decisión. Era una oportunidad, si se quiere
providencial, para escapar del insoportable ambiente familiar que
vivía y de la cárcel que le esperaba. Y hasta quizás, si lo planeaba
bien, podría llevar consigo gran parte del dinero que había logrado.
Esa misma noche, después de tomar algunas medidas necesarias para
concretar su plan, fue uno más de los que ingresó en la Embajada.
Sabía muy bien lo que encontraría dentro e iba preparado. El día
anterior, él había merodeado por los alrededores para precisar
detalles. Incluso, había participado en la gran marcha de repudio que,
organizada por el gobierno, desfiló por aquel tramo de la Quinta
Avenida. Su voz se había unido al clamor multitudinario, verdadero
rugido de repudio, coreado por los manifestantes: ¡QUE SE VAYA LA
ESCORIA! Eso le valió que su CDR le extendiera un certificado de
participación en la llamada "Marcha del Pueblo Combatiente", diploma
que no llegó a recoger y marcha que le permitió estudiar la situación
del lugar. Así, pudo conocer que no existía afuera nada que le
impidiera la entrada y que la resistencia la encontraría en la misma
puerta, proveniente de los que ya estaban adentro y se oponían a
nuevos ingresos. Como herramienta para disuadir a los indeseables
porteros, ciñó a su cintura un pavoroso cuchillo. En una pequeña
mochila colocó un recipiente con agua, una gran bolsa de plástico, un
jarro de aluminio y algunos alimentos enlatados. Era todo lo que
necesitaba para entrar y sobrevivir en aquel infierno en que se había
convertido la Embajada. Muy pegado a su cuerpo, cosido a los
calzoncillos, en envoltorio impermeable, iba el capital que le
garantizaría comenzar una nueva vida…
La forma con que logró franquear la entrada, fue como un salvoconducto
para vivir y sobrevivir dentro de aquella pesadilla demencial. La fama
de tipo duro, obtenida en el umbral mismo de la legación y difundida
con prontitud, le valió el respeto de la gavilla de matones que
implantaban allí "el orden y la ley" del más fuerte y sometían a su
voluntad al resto de los refugiados en el lugar. Él no quiso aceptar
el puesto que le ofrecieron junto a ellos, en el sitio privilegiado
que disfrutaban y se mantuvo apartado, hosco y solitario. Fue cierto
que nadie osó molestarlo, pero en su cercanía ocurrieron todo tipo de
hechos vandálicos: duelos sangrientos, riñas tumultuarias, palizas
bestiales y hasta violaciones. Él no presenció otro vandalismo
distinto, pero igualmente condenable: el de una horda, también
embrutecida, que vociferando insultos, con furia histérica apedreó su
domicilio y cubrió la fachada con letreros ofensivos e inmundicias. La
integraban los mismos vecinos de su cuadra, que antes le trataban con
cordialidad y con los que había compartido reuniones y trabajos
voluntarios citados por el Comité. Algunos, todavía "tapaditos",
vuelcan sobre su destrozada familia, toda la furia y el resentimiento
que le guardan, cuando lo insultan en ausencia, echándole en cara ser
un tapadito. Es decir, uno más que fingía fidelidades y adhesiones
inexistentes. Para cuando le dedican el "Mitin de Repudio" que le
corresponde, ya él se encuentra en los terrenos de la Embajada, donde
es testigo de otras barbaries. Aquí, adentro, nadie le agrede. Allá
afuera, los agredidos son sus familiares sorprendidos por su decisión,
tres seres desgraciados que no piensan emigrar…
¿Cuánto duró aquel infierno? Él no lo sabe, quizás semanas o meses;
ensimismado en sus pensamientos, rodeado por aquel caos, perdió la
noción del tiempo. Una mañana, comenzó a regarse la noticia de que
pronto saldrían hacia Estados Unidos, y eso fue motivo para que una
euforia rayana en histeria, se apoderara de aquella multitud
frenética. Al principio, pensó que el infundio era, simplemente, un
deseo que la imaginación colectiva convertía en realidad. Pero, al
siguiente día vio como en las calles aledañas, incluida la Quinta
Avenida, se instalaban largas mesas. Por altavoces informaron que
comenzarían los trámites de salida y que una vez concluidos, serían
trasladados al Mariel, puerto habilitado como punto de embarque. La
diligencia fue expedita, al llegar a la mesa, un funcionario
uniformado les preguntaba el nombre, apellidos y lugar de residencia.
Debían entregar su carné de identidad, si lo tenían. Muchos, al ver
que no era requisito indispensable, dijeron no poseerlo para llevarlo
consigo al exilio, como reliquia. Al concluir el brevísimo
interrogatorio, cada cual recibió una boleta con los datos personales,
que lo identificaban como emigrante y que debía conservar hasta su
salida del territorio nacional. Mostrarla le permitió abordar uno de
los ómnibus que, en larga cordillera, esperaba en una calle lateral.
Una vez que todos los vehículos estuvieron llenos, se puso en marcha
la larga caravana.

Es relativamente corto el trayecto. Toman la Quinta Avenida, dejan
atrás Jaimanitas, luego Santa Fe y, en este lugar, continúan por la
carretera nombrada Circuito Norte que lleva directamente al Mariel.
Pasan el pueblo, para detenerse en el puerto del mismo nombre. Al
llegar, constata que todo ha sido organizado de forma impecable y,
para sus adentros, piensa con sorna: "Los comunistas saben organizarlo
todo, menos la economía, la contabilidad y las finanzas." Él, como
Contador que es, sabe muy bien que el desorden y la falta de controles
le permitieron hacer lo que hizo: apropiarse de una suma suficiente
para asegurar su futuro, el futuro que forjará allá lejos, en el país
al que ha decidido llegar. Y ese país, que tiene fijado como destino,
no es los Estados Unidos, adonde quiere ir toda aquella gente.
No bien descienden de los transportes, los hacen formar una larga
fila. Primero llamarán por sus nombres a los que, reclamados por sus
familiares, tienen asegurado un lugar en las embarcaciones fletadas
por aquellos. Luego, siguiendo el orden de los que aguardan, una
cantidad de los no reclamados completará el cupo de cada embarcación.
Antes de abordarla, al pie de la pasarela, deben entregar la boleta
recibida. A él le ha tocado viajar en un lanchón pesquero, todavía
oliente a mariscos. Al subir a bordo, lo acomodan (más bien lo
comprimen) en la popa. Cuando ya parece que no cabe un pasajero más,
con la línea de flotación sumergida, la nave zafa las amarras que la
aseguraban al muelle, pone el motor en marcha y comienza a alejarse,
lentamente, del embarcadero. Pronto enfila el canal de entrada y, con
un rumbo próximo al norte, va dejando atrás la costa de Cuba. Como un
gesto inverosímil de extraño patriotismo, los que dejan su patria para
siempre, comienzan a cantar el himno nacional. Es una alegoría a la
libertad que piensan haber alcanzado. Él también se siente liberado,
libre de una doble condena. Aunque apenas ha cumplido con éxito la
primera etapa de su plan…
La travesía es feliz, con un mar en calma, bajo un cielo estrellado.
Todos a su alrededor dormitan en las más grotescas posiciones. Ya con
las luces de Miami a la vista y aprovechando las últimas sombras de la
noche, se despoja de camisa, pantalón y zapatos, introduce estos
dentro de la bolsa plástica y se desliza poco a poco, sin hacer
ruido, por la borda. Una vez en el agua, espera que la embarcación se
aleje y comienza a nadar hacia la costa ya cercana. En la ropa
interior lleva un paquete con el dinero y amarrada a un tobillo, la
bolsa con sus escasas pertenencias.
Ya ha amanecido completamente, cuando llega extenuado a la playa. Allí
cualquiera lo confunde con un bañista madrugador. Pero este es un
nadador raro que no ha traído toalla y que con premura se viste y
calza en la misma orilla. Él sabe que puede despertar sospechas en
cualquier curioso y con prisa, abandona la arena, internándose en la
primera calle. Ya en la ciudad, compra ropa con la que se cambia en un
baño público y arroja en un tanque de basura la que traía. Va a la
estación de ómnibus y adquiere un pasaje hasta Orlando. Allí repetirá
igual operación de cambio de vestimenta y compra de boleto para
viajar a Tallahassee. Hará lo mismo en cada ciudad que cruce,
siguiendo la larga ruta que se ha trazado en un mapa de carreteras,
comprado en Miami. Su destino es El Paso, en Texas, ciudad fronteriza
con México, urbe que sin solución de continuidad se funde en un todo
con la mexicana ciudad Juárez. Allí por sólo trescientos dólares,
adquiere un viejo descapotable, vehículo en el que abandonará los
Estados Unidos. Antes de cruzar el puente que une dos ciudades y
separa dos países, compra una camisa estampada, bien escandalosa y una
cámara fotográfica. Ambos artículos le ayudarán a mimetizarse como él
requiere. Así entra a México, bajo la apariencia de un norteamericano
más, de los muchos turistas que vienen a gastar sus dólares y a
quienes no es prudente molestar, pidiéndole documentos.
Ha llegado a donde se había propuesto; el fatigoso y largo viaje le
permitió cumplir el plan urdido con precisión, allá en Cuba, donde una
salida oportuna le libró del tormento familiar y de la cárcel. Él lo
estudió todo, cada etapa de su plan, con meticulosidad preciosista.
Sólo un elemento fortuito podía hacerlo fracasar y ante las
casualidades de lo "inesperado", siempre se mantuvo alerta. En su
asombroso peregrinar, logró atravesar cuatro Estados de la Unión
norteña sin ser detectado por las autoridades migratorias, para las
cuales él no existió nunca. No aparece como uno de los emigrantes
cubanos, llegados con aquella explosión migratoria del Mariel, de los
miles que luego llamarán "marielitos". Para esas autoridades, él nunca
entró en los Estados Unidos, ni fue fichado como todos, en el centro
de procesamiento para emigrantes. Ahora, conduce un viejo convertible
de matrícula norteamericana, por las carreteras de México. Ha violado
una frontera más y burlado otras autoridades menos exigentes. En
verdad, parece un turista gringo. Sólo le resta elegir la ciudad
mexicana en que se asentará, invirtiendo en algún negocio el capital
que trajo. Es en verdad un triunfador.


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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com.es
jorgecoliva@gmail.com

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