lunes, 17 de junio de 2013

EXTRANJIA CAP 1

…Un muro de malos sueños
Me separa de los muertos…
Federico García Lorca

EXTRANJIA, 2084
A George Orwell, por su 1984, antiutopía casi cumplida; con la
esperanza de que esta advertencia mía resulte innecesaria y Extranjia
sólo sea una ucronía de imposible realización.

I
Un país cualquiera del primer mundo, finales de 2083
Soy descendiente de uno de los millones de emigrantes, salidos de un
diminuto país que ya no existe. Sus habitantes lo despoblaron, oleada
tras oleada, la mayoría en busca de la simple supervivencia y los
demás por el deseo legítimo de vivir mejor. Los integrantes de aquella
diáspora se dispersaron por todo el planeta y se establecieron, con
mayor o menor suerte, en lugares tan insólitos como Alaska o El Tíbet.
Mi lejano antepasado no fue tan lejos pero, logró, en cambio, amasar
una considerable fortuna en muy poco tiempo. Como muchos de sus
compatriotas que emigraron solteros, se casó con una muchacha del país
que lo acogió y así fundó una familia, en la cual su componente
insular, caribeño y latino, se fue diluyendo.
No obstante considerarme ya un nacional legítimo, de vieja estirpe,
desde muy pequeño aprendí que nuestro actual bienestar económico tuvo
su origen en aquel pobre y remoto emigrado, que labró su destino a
fuerza de ingenio, persistencia y audacia. Un extranjero que llegó con
los bolsillos vacíos, pero la cabeza repleta de ideas para llenarlos.
De ideas que, llevadas a la práctica con osadía, le permitieron
abrirse paso y triunfar. Mis padres, como hicieron los abuelos con
ellos, nos lo repetían constantemente, poniéndolo como ejemplo, para
que nunca olvidáramos la humildad y el tesón presentes en nuestro
origen. Pero, esta tradición es muy vaga en la familia, porque ninguno
de sus actuales integrantes conserva en la memoria algún dato sobre
este personaje de leyenda, ni siquiera su nombre. No hay ingratitud en
esto, ya que somos un país fundado por emigrantes y aquí nadie
recuerda a su antepasado irlandés, italiano, francés o alemán. Es
probable que la fortuna inicial que amasó el nuestro, fuera
incrementada por sus hijos, ya autóctonos, mediante el aporte de
multiplicados esfuerzos o por algún casamiento oportuno, hasta llegar
a la que heredamos.
Hoy constituimos una familia bastante extensa, que ha logrado
posesionarse en el mundo de los más variados negocios, donde nuestro
apellido es sinónimo de poder económico y prestigio. Tengo un hermano
que es alto directivo de la industria automovilística, otro ha
multiplicado lo heredado con una gran explotación maderera al norte
del país; uno de mis tíos maternos mereció el apodo de Zar de las
inmobiliarias y primos míos tienen intereses en ramas tan disímiles
como la pesquera o la químico farmacéutica. Yo mismo, aunque no soy
tan rico como quisiera, no me puedo quejar, pues desde que me gradué,
hace apenas tres años, comencé a trabajar en una afamada firma de
abogados, que representa y asesora a varias empresas petroleras. No
anoto estos detalles por vana presunción, sino para dejar claro que
todos los miembros de nuestra familia gozan de una posición más que
excelente. Todos, excepto el tío Edgar que es realmente mi tío abuelo,
el hermano mayor de mi abuelo. Es un viejo excéntrico, al que no le
importa vivir lleno de limitaciones, sufriendo estrecheces y cuyo
único interés es escudriñar viejos papeles, o escarbar historias
perdidas en el tiempo. Nada del mundo actual parece importarle; el
estudio de antiguas civilizaciones ya desaparecidas es lo único que
concita su interés. Consumió gran parte de su vida y la totalidad de
la herencia que le tocó, en expediciones arqueológicas que le hicieron
recorrer todo el planeta, protagonizando aventuras similares a las del
legendario Indiana Jones, personaje inmortalizado en filmes del siglo
pasado. Hoy, ya retirado, Edgar continúa apasionado por la historia,
tratando de descifrar misterios del pasado; sirviendo como consultante
a los nuevos historiadores y arqueólogos, a quienes brinda
conferencias sobre sus viajes. Su actividad juvenil de arriesgado
trotamundos, le mereció la reprobación familiar, al atribuirle una
vocación aventurera ancestral, heredada seguramente de aquel que
tenemos como tronco común. En efecto, el tío Edgar parece encarnar al
mítico personaje de nuestro árbol genealógico. Si esto es cierto,
habría recibido, además de su parte de la herencia, un legado
intangible que sólo agotará al extinguirse su vida. En ese caso,
pienso que Edgar fue el más beneficiado entre sus hermanos.
No vayan a pensar que rendimos una especie de culto a un ídolo
familiar, a quien atribuimos sólo virtudes. Porque cada vez que alguno
de nosotros comete un acto alocado, o cae en una conducta considerada
criticable, recibe del resto, como reprimenda, la acusación de
parecerse "a quien tu sabes". En ese innombrado sujeto está presente
un reconocimiento y un reproche a los rasgos negativos de nuestro ya
desconocido tatarabuelo. Un individuo aventurero y emprendedor,
receptáculo doble de virtudes y defectos; alguien a quien tenemos que
imitar en algunos aspectos y de cuyas hereditarias influencias
perniciosas, debemos librarnos. En fin, una figura muy cómoda y útil
para mantenernos a todos dentro de un respetable patrón familiar. De
este personaje, únicamente parecen interesarnos sus atributos
personales, ya positivos o negativos. Todo lo demás, su historia
misma, la de su país de origen, los motivos que lo impulsaron a
emigrar, no ha concitado jamás la curiosidad de quienes recuerdan, con
harta frecuencia, ser sus descendientes. Es que mi familia vive
enfrascada en su lucha presente, como maniatada al tiempo del
instante, obsesionada por asegurar el futuro. Y en esa vorágine, no
hay lugar para ocuparse del pasado. Por eso critican tanto al tío
Edgar y le endilgan el adjetivo de extravagante. Él, en verdad, es
distinto al resto de la familia, es su oveja negra. Pero gracias a
esta oveja descarriada, yo pude conocer gran parte de nuestro árbol
genealógico y armar, como piezas de un rompecabezas, episodio tras
episodio, la historia del célebre y desconocido tatarabuelo…
Mi afición por los viajes y mi afán por conocer el mundo, -aprovecho
cada una de mis vacaciones para visitar un país distinto- me han
ganado más de una vez las afectuosas censuras y reprobaciones del
clan, cuando me repiten que tanto el viejo Edgar como yo, debemos ser
la repetición del aventurero que tuvimos como antepasado. Alguien a
quien no conocieron y que identifican como "el que tú sabes". Pero
estas pequeñas reconvenciones llegaron a convertirse en serias
advertencias, a medida que aumentaba mi afinidad con el tío abuelo
excéntrico, enamorado del tiempo ya ido, y comencé a frecuentar su
trato. La persona, cercana a mí, de la que recibí la desaprobación más
acre, fue Katy. Ella nunca simpatizó con Edgar; nunca aceptó
acompañarme a visitar su casa e incluso, rehuyó recibirlo cuando lo
invité por primera vez a la nuestra. El día señalado, tuvo la
indelicadeza de empeñarse en asistir a un concierto. A la que
concurrió sola, desde luego, porque después de una memorable trifulca,
yo me quedé para esperarlo. No fue la primera desavenencia que tuvimos
en nuestra corta vida de casados. Y no se puede culpar al tío Edgar,
de haber sido la causa de nuestro divorcio. La verdad es que no
necesitamos mucho tiempo ni confrontaciones para conocer que teníamos
muy poco en común. Tradicional, aferrada a la rutina de lo ya
probado, enemiga de los cambios y temerosa ante lo nuevo y
desconocido, ella no entendía que yo prefiriera visitar París, cuando
el año anterior nos había ido tan bien en Londres, o que proyectara un
viaje a la India para nuestras próximas vacaciones. Todas estas
decisiones mías, Katy las achacaba a la influencia nefasta que, según
ella, ejercía el viejo arqueólogo sobre mí.
Sobre esto quiero aclarar que, aparte de atraerme los temas de sus
conversaciones, la única vez que pesaron en mí las ideas del tío
Edgar, fue en mi decisión de conocer más la tierra natal de nuestro
antepasado caribeño. Él, movido también por la misma curiosidad, había
removido archivos y reunido una extensa información sobre el país que
su abuelo abandonó para venir al nuestro. Incluso, Edgar descifró el
enigma de su verdadera nacionalidad, escondida tras las múltiples
ciudadanías que adoptara aquel.
En cuanto me sentí liberado del lastre que significaba Katy, decidí
dedicar al tío Edgar mis fines de semana. Recuerdo que le llamé un
viernes, para avisarle que pasaría por él a la mañana siguiente y me
instó a que fuera esa misma noche, si quería ver un espectáculo único,
inolvidable. Se negó a darme más detalles y yo, intrigado, presentí
que aquel desafío entrañaba seguras revelaciones. Atraído por esa
fuerza irresistible que encuentro en lo desconocido, llegué cuando
apenas anochecía. Tío me recibió como siempre, con aquellas
demostraciones de afecto y simpatía que sabía prodigarme:
_ ¡Bienvenido, mi sobrino predilecto! ¡Qué bueno que viniste temprano!
Así tendremos tiempo de conversar, antes de mostrarte lo que te
ofrecí…
Mientras intercambiábamos sobre mi nueva soltería y las novedades de
nuestros trabajos, me llevó hasta su espaciosa cocina, lugar que
semejaba el laboratorio de un alquimista. Edgar vivía en un pequeño
pent-house que mi abuelo le había regalado, compadecido del "cabeza
loca" de su hermano. Éste había vendido su única casa, una residencia
que poseía en la playa de Santa Mónica, para sufragar una expedición a
Egipto. Entonces estaba obsesionado por ciertos manuscritos coptos
que, según él, revelarían muchos secretos sobre las pirámides y sus
constructores. Ahora, en lo que iba a ser su último refugio el
desorden era absoluto, allí parecía reinar el caos previo a la
creación. Por dondequiera se apilaban libros y grandes carpetas
repletas de papeles, a veces apolillados, que mostraban en su
amarillez una antigüedad innegable. Su sala recibidor estaba llena de
archivos; sobre ellos y sobre los cuatro butacones que completaban su
mobiliario, se amontonaban más libros y cartapacios. El resto del
espacio, al igual que las paredes de todo el apartamento, lo ocupaban
anaqueles con más libros y los más inconcebibles objetos traídos por
él, desde los más lejanos rincones del mundo, para mezclarlos en
absurda vecindad. Así, un escudo y una lanza zulúes, yacían al lado
de un hacha vikinga y una espada medieval se apoyaba sobre un pectoral
azteca de plumas y turquesas.
En la terraza, al aire libre, apuntando al firmamento como un cañón,
mi tío tenía instalado un telescopio. Hacia aquel lugar me llevó,
después que bebimos un extraño té paquistaní aromatizado con rosas,
menjurje al que era adicto y que siempre me brindaba de bienvenida.
Una vez que accedimos a su observatorio particular, Edgar develó el
misterio oculto en su promesa. Yo esperaba algo más sensacional y sus
primeras palabras, francamente, me decepcionaron:
_Esta noche se ha anunciado que cruzará nuestro cielo, un enjambre de
meteoritos, habrá lo que llaman una "lluvia de estrellas"…
Las sombras ya habían concluido una victoria más sobre la luz y
descubrían un cielo despejado, de una oscuridad que sería absoluta, de
no iluminarlo el rutilar diamantino de las estrellas. Me sentía
desilusionado, como un niño que espera una recompensa mayor y sólo
recibe un solitario caramelo y ya me resignaba a perdonarle el chasco,
cuando mi admirado historiador, aclaró:
_No fue para contemplar ese espectáculo, que te pedí que vinieras.
Para observarlo, realmente, no es necesario un telescopio. Podías
haberlo disfrutado desde tu casa. Ven, voy a mostrarte otra cosa bien
distinta…
Y diciendo aquellas palabras mágicas, que me devolvían el alma al
cuerpo, con una agilidad que contradecían sus años, Edgar se abalanzó
hacia el aparato y comenzó a apuntarlo hacia un determinado lugar del
cielo, a la vez que me conminaba:
_ ¡Ven!... ¡Mira esta parte de nuestra galaxia! ¿Qué ves?... Toda esa
belleza no es otra cosa que lo que fue. Solo podemos contemplar el
pasado del universo que nos sobrecoge. La luz ha tardado tanto en
recorrer la enorme distancia que nos separa de cualquier astro, que la
imagen que impresiona nuestra retina no es su visión actual, sino la
de su pasado. Si viajáramos hacia una estrella, iríamos
irremediablemente a su pasado. Por eso afirmo que la existencia no
transcurre hacia el futuro, viene del mismo, de lo que ocurrirá, para
acumularse en lo ya acontecido. En el cosmos las magnitudes de espacio
y tiempo son inconmensurables. Comparadas con ellos, nuestras vidas no
ocupan apenas una partícula ínfima del instante. Por eso, el presente
es tan fugaz, tan fugaz que no existe. Se convierte instantáneamente
en pasado. La vida de una persona solamente comienza a ser interesante
cuando se llena de vivencias, de pasado…
Con el entusiasmo del que revela grandes verdades, tío Edgar se
disponía a compartir conmigo su credo. Haciéndome partícipe de sus
teorías, parecía un predicador, dando a conocer el catecismo. Era
evidente que su propósito era ganarme para su causa, a la vez que
justificar su manera de apreciar la vida y su forma de vivirla. Estaba
en plena disposición de revelarme los misterios descubiertos por él.
Aquel introito me pareció una preparación previa para trasmitirme algo
sobre nuestro antepasado, el emigrante al que todos hacían referencia
y del cual la familia parecía ignorarlo todo. Quizás su pasión por el
pasado, lo hubiera convertido en el único biógrafo de aquel personaje.
No lo dudé entonces y me decidí. Del fondo de mis inquietudes, brotó
la pregunta que, como un dolor persistente, martillaba mi cerebro.
Su respuesta no contribuyó a despejar mis incógnitas. Edgar, como los
demás, apenas conocía algo sobre aquel abuelo suyo. Ignoraba hasta su
nombre. Sin embargo, había reunido una gran información sobre su país
de origen, la sociedad en que vivió y las condiciones que le hicieron
emigrar. Esta vez me compensaba con creces la decepción, al
sustituirla por una historia que concitó mi interés:
_No te extrañe que no sepamos ni su nombre. Tu tatarabuelo, que era mi
abuelo, sólo fue uno más, entre los millones de compatriotas suyos que
decidieron escapar de las penurias que los agobiaban y fueron a
establecerse bajo otros cielos más propicios. Como sabes, nuestra
familia nunca se ha puesto de acuerdo sobre su país de origen. Algunos
lo han creído, panameño, otros lo hacían dominicano y hasta tu abuelo,
mi hermano, lo tuvo siempre como portorriqueño. Esto se debió, en gran
parte, a que nuestra madre no sentía mucho aprecio por su familia.
Evitaba sus contactos y los espaciaba. Yo que era el mayor, apenas vi
a estos abuelos en dos o tres ocasiones. Así, nosotros, sus hijos,
tuvimos más relación con los abuelos paternos, gente muy rica y
aristocrática. Parecía como si mamá quisiera alejarnos de sus propios
orígenes, por no considerarlos tan distinguidos como los de papá. No
obstante, gracias a un hermano de ella, supe detalles que nos había
ocultado. Este, mi único tío materno, era la vergüenza de la familia y
mamá lo aborrecía. A tal punto que se horrorizaba las pocas veces que
él nos visitaba y yo me ponía a oírle los relatos de sus aventuras.
Porque era un tipo encantador y aventurero. Imagínate, que su hobby
era la acrobacia aérea. Precisamente, murió en una de ellas. Mi tío
Bob sentía gran admiración por su padre y me trasmitió ese
sentimiento. Motivado por sus relatos, yo pude averiguar que nuestro
casi desconocido abuelo había nacido en una islita del Caribe, llamada
Cuba y que salió de ella en el año 1980, hace algo más de cien años.
La isla tiene un pasado interesante: fue la última colonia española en
este hemisferio. Finalizando el siglo XIX, se libró del dominio
español para caer bajo el norteamericano, que controlaba su economía y
lastraba su verdadera independencia. Las dictaduras nativas, algunas
con apariencia democrática, pero todas dóciles al poder foráneo, se
sucedieron en la isla hasta mediados del siglo XX, en que un
movimiento popular derrocó al último dictador, tras breve pero
sangrienta guerra. Entonces, los elementos más radicales se hicieron
del poder y declararon como meta, la transformación total del país.
Comenzaron expropiando las empresas extranjeras y terminaron
eliminando todo vestigio de propiedad privada. Esto trajo, como era de
esperarse, grandes y prolongadas confrontaciones con los poderosos
intereses afectados, que trataron por todos los medios de ahogar aquel
proyecto. En la lucha por resistir y sobrevivir, el país se arruinó,
la sociedad sufrió un serio deterioro físico y moral y el gobierno
perdió el apoyo mayoritario que gozaba. La población se vio sumida en
calamidades y miserias. Las condiciones de vida se hicieron tan
difíciles y precarias, que muchos habitantes decidieron emigrar,
dispersándose por todo el planeta. Entre ellos, estaba el hombre
desconocido sobre el cual indagamos…
Después de agregar algunos datos de menor importancia, Edgar concluyó
su sintética exposición con unas palabras que, el muy ladino, sabía
que obrarían en mí como reto y acicate
_Eso es todo lo que he podido saber acerca de aquel pequeño país. Lo
demás es actualidad que no concita ningún interés. De ser más joven,
me gustaría visitarlo. No iría como turista, a ver su presente, sino a
excavar sus ruinas, para desenterrar su pasado… De seguro que en esa
expedición lograría reunir más datos sobre su historia. Quizás, un
hallazgo interesante esté allí esperando por alguien…
Sus palabras hicieron el efecto esperado: Aquella noche, al despedirme
de Edgar, ya se había concretado en mi interior una decisión: Viajaría
a Cuba. Aprovecharía para ello mis próximas vacaciones. Ese viaje me
haría mucho bien y, sobre todo, despejaría muchas de las preguntas que
me asedian. Iría, como me ha retado mi tío, en busca del pasado de una
isla llamada Cuba. Tal vez removiendo en su época, encontraría alguna
pista de aquel cubano…
¡Esto es desconcertante! De todas las agencias de turismo, a las que
envié mi solicitud de compra, recibí igual mensaje: "Destino pedido no
encontrado." Desconfiando de la mensajería electrónica, acudí en
persona a varias y en todas me dieron igual respuesta. "No tenemos
ofertas para ese lugar".
Es más, no conocían siquiera que hubiera en el Caribe un país llamado
Cuba. Eso no era de extrañar, dada la cultura lamentable que posee la
gente dedicada al turismo. Todos sus conocimientos se circunscriben
alrededor del producto que promocionan, más allá les cerca la absoluta
ignorancia. Pero cuando consulté un mapa, pude confirmar que en todo
el Mar Caribe, también llamado "Mar de las Antillas", no aparecía
ninguna isla con tal nombre. Esto me hizo albergar la triste
convicción de que el tío Edgar, víctima de su avanzada edad, ya
desvariaba. Era descorazonador comprobar que aquella historia tan
fascinante, que me había contado, era un producto de su mente senil.
La persona a la que más admiraba su intelecto y su forma de vivir, se
había convertido en un anciano orate…
(CONTINUARÁ)

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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com.es
jorgecoliva@gmail.com

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