miércoles, 28 de noviembre de 2012

CONTINUIDAD

CONTINUIDAD
Por Jorge C. Oliva Espinosa

Nunca te vi –excepto en una desvanecida foto- ni oí tu voz. Sin
embargo eres la persona que más ha influido en mi vida. Supe de ti por
tu viuda, mi abuela, que me pintó tu retrato vívido en las anécdotas
que, desde mi más remota infancia, le oí contar, deslumbrada aún por
tu figura. Cuando nací ya hacía mucho que habías abandonado este
mundo. Y sin embargo te conocí y hasta me atrevo a afirmar que aprendí
de ti desde niño, durante la adolescencia y aún en la adultez. En
todas esas etapas de la vida te tuve como fiel compañero y me nutrí de
tus sabios consejos. La que fue tu mujer te mantenía vivo y hacía
trascender tu presencia, tu vida toda, como ejemplo supremo a imitar,
si se pretendía merecer el honroso derecho de ser tu descendiente. En
esa única fotografía que nos quedó de ti, se apreciaba que eras más
bien alto y delgado, la frente la tenías despejada como para almacenar
ideas, y tus manos eran nervudas y fuertes como para respaldar el
pensar con el hacer. Aparecías de pie con tu bizarro atuendo
insurrecto: filipina blanca, cruzada por bandolera de cuero y
pendiente del cinto el imponente machete redentor. A tu lado, en una
silla descansaba tu sombrero de yarey con el ala frontal levantada, y
en ella la escarapela tricolor. Tu rostro expresaba decisión y
autoridad, pero no la autoridad despótica e impuesta, sino la ganada
con el ejemplo.
De tu niñez no supe nada. Mi abuela te conoció cuando ya eras un joven
práctico de farmacia. Trabajabas en la botica de Vueltas, caserío
insurrecto, cuna de los Valdés, una estirpe de hombres rebeldes y
mujeres resueltas, la familia de ella. Tú venías de un pueblo
orgulloso de haber sostenido "Una Pelea Cubana contra los Demonios":
Remedios. Ella era casi una niña, que llegaba a comprar quizás un
frasquito de guayacol para remediar el tormento de las caries a alguno
de sus hermanos mayores, o el aceite de ricino con que purgar a los
infantes; y tú, desbordando cortesía en el mostrador, le obsequiabas
galante unos cristales de azúcar candi. Allí fue donde comenzaste a
encandilarla con tus modales, tu caballerosidad y tu cultura. Sabías
mucho, de medicina y otras cosas… y ella era analfabeta. Debías ser,
además de valiente, muy osado para ir a pedir en matrimonio aquella
niña a sus familiares, gentes de muy malas pulgas y rápido desenvainar
de machetes. Y fuiste y pediste ser su novio y cumpliste tu palabra de
llevarla al altar. Doble temeridad: presentarte ante los Valdés y
casarte con una mujer de aquel linaje. Pero desde el primer momento,
tú sabías a qué te enfrentabas. Venciste el reto y la moldeaste a tu
carácter, dejando intacto el suyo. De esa unión de fuerzas nacieron
once hijos, ocho tan sólo sobrevivieron. Cuatro varones y cuatro
hembras. Una de ellas fue mi madre. Te confieso que no sé cómo tuviste
tiempo de hacer tantas barrigas, con tantas cosas a que dedicaste el
poco tiempo que viviste. Abuela me contaba que le hablabas mucho. Le
contabas del mundo y de mil cosas que ella ignoraba. Le hablabas del
Universo y de los astros, le decías los nombres de las estrellas y de
sus constelaciones; de cómo mezclar sustancias diversas para obtener
medicamentos; de las miserias de la tierra también le hablabas, de las
enfermedades y su cura, y de la peor miseria y enfermedad: la
esclavitud de los hombres… Me imagino que estas conversaciones,
alimento para las mentes, sobrevenían en la cama, en la paz que
llegaba cada noche con la satisfacción de los cuerpos. Eso no me lo
dijo ella, lo supongo yo… En el hogar, además de energía, derrochabas
ternura. Y parte de ella la dedicabas a los gatos. Amabas a esos
animales y les prestabas especial atención. A todos les dabas nombres
y todos te correspondían con igual afecto. Al llegar de tus faenas,
conversabas con ellos, no les hablabas con palabras, pronunciabas las
onomatopeyas de sus reclamos gatunos y todos respondían a tu llamado,
restregándose contra tus piernas. Pero sobre todo, te preocupabas por
tus hijos, inquirías por sus travesuras, sus adelantos en el hablar o
en el caminar y no olvidabas las zalamerías que le prodigabas a tu
compañera. En fin, eras un hombre hogareño. Aquel idilio fue
interrumpido en 1895 por el llamado a la lucha independentista. Te
fuiste a la manigua libertadora y contigo mi abuela. Allá siguió ella
amándote y pariéndote hijos, mientras tú hacías de médico mambí.
Cosiendo heridas tremendas, extrayendo balas de la carne perforada,
taponando boquetes para que por ellos no se escapara, con la sangre,
la vida. Leyendo a saltos, entre combate y combate, los libros
necesarios, te adueñaste con la práctica de los secretos de Galeno.
Fue cruenta y breve la contienda, tres años fueron suficientes para
arrasar al país. Al final, sin que nadie los llamara, llegaron los
americanos a acelerar la derrota de España, que los cubanos estaban a
punto de lograr. Ocuparon la isla, dispusieron el licenciamiento del
Ejército Mambí y firmaron ellos solitos la paz. Y con la paz volviste
a tu vida civil. Pero guardaste las armas rebeldes que no quisiste
entregar a la comisión de licenciamiento, rechazando con hidalguía la
limosna con que pretendían humillarte. Algunos compañeros de la guerra
te propusieron que optaras por el título que, con probados
conocimientos, habías demostrado merecer en la manigua. Para ello
debías probar, mediante examen, tu capacidad para ejercer como Médico.
Abuela te vio, entusiasmado, desempolvar tus librotes y pasar largas
horas sumergido en su lectura. Pero no llegaste a examinarte. Al
conocer la composición del Tribunal calificador, ante el cual debías
comparecer, rechazaste a los pretendidos examinadores. Lo hiciste con
un argumento inapelable: Eran los mismos doctores españoles que
abandonaban a sus heridos en el campo de batalla para que tú los
curaras…
Más tarde, cuando los intrusos ya se habían marchado, dejando un
simulacro de independencia y una "República de Generales y Doctores",
no quisiste cobrarle tus servicios a aquella República. Rechazaste por
ello la pensión de veterano que te ofrecían y fuiste de nuevo a arar
la tierra y el vientre de tu mujer para que te dieran a la par sus
frutos. De esta suerte fuiste el más ilustrado labrador de la comarca
y el más respetado. Todos reconocían tu integridad, tu sentido de la
justicia y sabiduría, porque tus conocimientos eran tan valiosos como
tu palabra y todos venían a oírla, ya sea como consejo o para tomarte
de mediador entre distanciados y de árbitro en disputas lugareñas.
Allá, al terruño agreste, fue a verte el General "X", tu antiguo jefe
y amigo. Compadecido de tu situación, vino a ofrecerte un cargo
público. Al observarle tú que el salario de la plaza no alcanzaría
para alimentar tu prole, aquel hombre cometió un error imperdonable:
Te habló de "las buscas," modos deshonestos con que podrías, desde el
cargo, acrecentar tus ingresos. Y fue la única vez que mi abuela te
oyó alzar la voz. Fue cuando desde la sala te oyó gritar: "Emilia, el
sombrero y el bastón, que el general se retira". Me contaba ella, que
las guías de tus bigotes temblaban de indignación, cuando aturdida
acudió a tu inusual llamado. "X" estaba blanco como una sábana, tú
rojo de cólera contenida, con los ojos despidiendo centellas. Un
silencio elocuente separaba para siempre a aquellos dos hombres. Tomó
sus prendas el General y, mordiendo quizás su mayor derrota, se marchó
cabizbajo, como un perro apaleado.
No creo haber fallado a tu memoria. Toda mi vida te tuve como modelo a
seguir y guié mis actos por ese afán. Cuando me tocó continuar la
lucha emancipadora que dejaste inconclusa, y en la clandestinidad tuve
que adoptar un nombre de guerra, tomé el tuyo. Hoy, que ya soy abuelo,
guardo la orgullosa pretensión de dejar a mi nieto la misma herencia
que tú me legaste: Ser el ejemplo y guía de sus acciones futuras.

Para mi nieto Rodrigo,
Regla, septiembre 1 de 2011



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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com
jorgecoliva@gmail.com

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