lunes, 8 de abril de 2013

REGLA Y SUS PERSONAJES

REGLA Y SUS PERSONAJES
Por Jorge C. Oliva Espinosa

Sempronio
Por los hechos que protagonizó en su juventud, podría presumir de
guapo, pero él no vive de lo que hizo, sino de lo que hace. Pudo haber
participado en el secuestro de la Virgen, y por puro milagro no fue el
quinto de los mártires de Regla, asesinados en el reparto Juanelo. Él
nunca lo dirá. Hoy es un tipo apacible y pensador, que se comporta muy
amable, siempre sonriente y comprensivo. Parece inofensivo pero,
¡cuidado!, que no lo es. Se graduó en la Universidad de la Calle y eso
le permite confraternizar con el santero, el católico y el abakuá. A
pesar de sus distintas creencias, ellos están de acuerdo en que
Sempronio es "un tipo que no come miedo" y que en cualquier momento
puede convertirse en "una bola de peligro". Y todos lo respetan,
porque él respeta a todos. A pesar de que nunca porta armas, lo saben
dueño de una muy letal, que no hace daño físico alguno, pero es capaz
de acabar con cualquiera: LA TROMPETILLA. Y esa, Sempronio la usa
peligrosamente y se la dispara al más pinto. Sin distingo entre el
funcionario gubernamental o el gusano que todo lo encuentra mal. Sobre
todo, las más sonoras y estruendosas, se las dedica a aquellos que se
creen poseedores de la verdad absoluta y que no admiten que otros
piensen distinto. Así, respetando los criterios de cada cual y
emitiendo los suyos en plena libertad, sin temor al qué dirán, va
Sempronio, leyenda viva por las calles de Regla.

El Monarca
Ahí lo traen, sentado en su trono que empujan, turnándose, dos
lacayos, rodeado de su corte, su Majestad "Kiki el Gallo". Va rumbo a
su palacio, donde su palabra es ley: La Ley del Rey. Gobierna sobre
sus súbditos que son los vecinos del barrio. Viene en una silla de
ruedas, porque es inválido. Así, día a día, llega a su trabajo y desde
allí manda con acierto sabio. Es el Soberano de su establecimiento,
expendio de productos cárnicos. Todos le respetan cuando lo ven sus
funciones desempeñando: Sobre las inútiles piernas, anota en cada
libreta la cuota a entregar al usuario. Luego, imparte la orden
inapelable: "¡A este le tocan cuatro!". Todos le obedecen. De sus
hermanos, uno cobra, el otro va despachando.

En el embarcadero, esperando.
Debo haberlo visto en el embarcadero muchas veces, pero hasta aquel
día no reparé en él. Era uno más, y su figura diminuta no se hacía
notar, pues permanecía en un rincón, silencioso además. Pero aquella
tarde llovía, y al atracar la lancha, él increpaba a todos,
visiblemente irritado; recorría inquieto todo el salón y martirizaba
nuestros oídos con escándalo y protestas amenazantes. Un empleado del
marítimo transporte me informó: "Es porque su colega no ha bajado, lo
han resguardado en la garita para que no se moje y al no verlo
descender se ha molestado". Me enteré así que todas las tardes,
aquella fidelidad encarnada, esperaba puntualmente la llegada de su
compañero: Un pordiosero baldado que, diariamente, cruza la bahía para
ir a mendigar al otro lado, donde siempre hay turistas que vienen a
admirar la reconstruida Habana. Allá va cada mañana lo que queda de
aquel hombre y él en el muelle se queda esperando. Cuando las sombras
se van agrandando, de regreso vuelve a Regla el inválido y allí lo
recibe su inseparable amigo, moviendo alegre la cola y ladrando.

El anhelo
Cheo tiene varias palomas y un anhelo. Es lo único que le queda de
todo lo que tuvo. Incluso tenía un hijo. Un solo hijo que se fue "pal
norte" y hace tiempo que no sabe de él. Por eso Cheo se pasa las
tardes en la azotea, mirando sus palomas, siguiendo con la vista sus
vuelos, allá arriba; y se queda solo, donde no llegue alguien que le
hable o le pregunte cosas que no quisiera contestarle. Cheo no lo
sabe, pero él tiene celos de sus mansas aves. Todo por culpa de su
único y enorme anhelo. Ese opresivo anhelo que no quiere confesar a
nadie: Pues, como sus palomas, quisiera surcar el cielo y… volar
atravesando el aire.

Un hombre de respeto
Este año cumplo los treinta, pero hace tres que soy sacerdote de Ifá,
respetado como Babalao. Ahijados tengo más viejos que yo, que vienen a
consultarme o a que les haga algún trabajo para librarles de sus
males. En mi familia todos me escuchan con respeto, hasta mi madre.
Pero mi gran amor son mis dos abuelos; ese par de viejos adorables,
los que viven en los bajos, a quienes beso cada tarde, antes de
comenzar mi faena con alguien: Un creyente que me pide le oriente en
problemas que tiene, otro que quiere despojarse. Yo atiendo a todo el
que venga con fe y al que la tenga poca, la fe trato de aumentarle.
Eso sí, que no me hablen, de hacerle un daño a nadie. Yo no hago esos
trabajos, que vayan con su maldad a otra parte…

En tres y dos…
Regla tiene dos estadios: uno pequeño y otro grande. Los dos en la
misma calle. En el chico, que fue el de antes, hay tensión en las
repletas gradas, todos permanecen de pie, pendientes de lo que él
pueda hacer. Los dedos se le cierran como garras sobre el bate. Lo
aprieta como si quisiera comprimirlo, mientras sus ojos de lince
escrutan el rostro del pitcher, queriendo adivinar la bola que piensa
lanzarle. Es la última parte de la novena salida, el juego está por
acabarse. Hay dos outs y en la segunda base, está su socio "El Curro
Fernández", que bateó un tubei para allí embasarse. El juego lo
pierden, cero por una y en sus manos está, aunque sea el empate. Ya le
ha dado a la pelota, dos veces de faul y ahora viene el desenlace. Si
le lanza una recta, tendrá que tirarle. ¿Pero si es bola y abanica el
aire?... De esas bolas de engaño, con que este zurdo del diablo, ha
logrado dominarle. Tiene una única oportunidad; si falla, todos habrán
de culparle. Ah, pero si batea, la salvación del partido nadie podrá
disputarle. De él solo, la victoria depende y el corazón a mil
pulsaciones le late…
De pronto, las atléticas piernas comienzan a temblarle, ya no son sus
piernas envidiables, ahora están delgadas, fláccidas, tan llenas de
várices, que con esfuerzo apenas logran equilibrarle; en las gradas
casi no hay nadie, y en bastón de anciano se ha trocado su bate. Con
él muestra a un niño la forma en que debe empuñarse. De su figura nada
recuerda al famoso pelotero que fue antes. Ahora es "El Viejo Silvio",
el que cada domingo por la tarde, entrena al equipo infantil, para que
compita con los mejores y gane.

El cantante
Se entona muy bien y tiene una voz agradable. Además, su repertorio es
amplio: canta cualquier bolero, guaracha o son, de los que fueron más
escuchados en los años cincuenta del siglo pasado. Y es que él vivió
ese tiempo siendo joven. Ahora ya pasó de los ochenta, pero mantiene
sus facultades. El éxito de tal logro, quizás resida en que siempre se
le ve contento y en que no depende de nadie. Todavía con su trabajo
resuelve las necesidades del hogar que tiene. Allí hay nietos que ya
trabajan, pero parejo con ellos, a mantener la casa él contribuye.
Para eso, cada día usted puede verlo, sentado en un quicio de la calle
Martí, cantando y vendiendo las utilísimas bolsas de nailon,
imprescindibles, tan necesarias en estos tiempos… En la acera de
enfrente hay una tarja, recuerda la casa donde vivió Roberto Faz, el
inmortal cantante y sonero.

Tradición portuaria
Tórax, cuello y brazos, secuela de sus trabajos, los tiene
hipertrofiados. Es negro, bien negro, yo diría que renegro y su piel
brilla como el charol. Resuma energía este anciano, negado a su
ancianidad. Sólo las pasas, bien blanqueadas, delatan su edad. Con
avidez de náufrago, bebe trago tras trago de ron. Lo escucho con
respeto porque, con su peculiar léxico, me está dando una lección:
"Ahora el trabajo e otra cosa, cuarquiera e' etibadó. Pero, mire, yo
lo fui cuando la cosa era al duro, al duro y sin guante… (Se echa un
gran sorbo en el gaznate) Había que pinchar como loco, sin cansarse.
Eso cuando conseguía un turno y ganaba cuatro reales, tenía que sé
caballo pogque, la mitá al que te acaballaba tenía uté que darle. Eso
si quería trabajar; si no, se moría de'ambre. (Vuelve a beber,
sostiene el vaso sin temblarle) Por eso yo le digo, que er trabajo no
mata a nadie. Yo fui etibadó y etibadó fue mi padre. Él conoció a
Margarito, hombre a'tó, de los que no comen miedo, por eso tuvieron
que matarle. Mi padre y él fueron palero lo do, hermano del mismo
palo, abakuases. (Un tercer trago parece impulsarle) Dispué vino
Aracelio y también tuvieron que echárselo. Así era el verso: Su
voluntad la imponían los mandamases, y si te revirabas, no le
importaba un pito matarte. (Sonríe y bebe, como queriendo relajarse)
Cuando la Revolución llegó a lo muelle, fue otro e diparate. La vida
valió algo y el Sindicato estaba pa'cuidarte. Yo siempre fui hombre. Y
lo sigo siendo aunque las piernas me farten. Esas las perdí, etibando
una tarde. Decargaba un vapol francé que voló po'el aire... Fue del
carajo como eplotó aquello… La Cubre llamábase". (Se persigna y sigue
tomando ron. En el puño que sostiene el vaso, lleva un pulso; lo
forman cuentas verdes y amarillas, es una mano de Orula.)

Amor a lejana vista
Regla no tiene que envidiar a Verona por el romance que inmortalizó
Shakespeare. Sin concluir en tragedia, aquí viven dos jóvenes un amor
del que todos hablan. El Romeo reglano vive en un extremo del pueblo;
en el otro su Julieta que, cada tarde, muy arreglada lo espera para
verlo desde el balcón. Él atraviesa calle por calle, en cada esquina
anuncia al que encuentre el propósito de su viaje: va a ver a su
adorada, a su dulce tormento, a la dueña única de su alma. Es un amor
platónico, este loco amor de ellos. Él sin detenerse por su cuadra
pasa, ella lo contempla desde el balcón, arrobada. Sólo se miran, no
se dicen nada. Cada día repiten sin cansarse este acto de supremo
delirio. Porque los dos tienen idéntico mal: El Síndrome de Down.

El fin de "Popeye"
De la casa hoy marcada como la 308 en la calle Agramonte, sale un
joven. Es de pequeña estatura, delgado, de pelo ensortijado y
facciones de indio. Así le dicen: "El Indio" y tiene apenas unos
veinte años. Cuando se me acerca, reparo que tiene el rostro
desfigurado por golpes, que viene todo ensangrentado. En el pecho
presenta varios balazos… Balazos asesinos que le arrancaron con
crueldad la vida. Una placa conmemorativa aparece entonces en la
fachada de esa casa, una tarja de bronce que antes no estaba. Allí
vivió Onelio Dampiel, uno de los valientes muchachos de Regla,
asesinados en El Juanelo. Menos Reinaldo, todos tenían motes o apodos:
Leonardo, "Maño"; Onelio, "El Indio"; Alberto, "El Mono". Hasta allá
fueron a buscarles las hienas sedientas de sangre, conducidas por
"Popeye", un cobarde. Fue de madrugada, en septiembre del 58… El
tiempo ha pasado, pero no impide que el glorioso muerto me hable:
_Después de "lo que pasó", es muy fácil juzgarle. Yo no lo culpo. Sabe
Dios si alguno de ustedes hubiera hecho lo mismo… No hay que olvidar
que hasta ese instante, fue uno más del grupo y participó de lleno,
sin alardes. Estuvo en lo de Tuto, fue el chofer para secuestrar la
Virgen, chequeó al Relojero, fue valiente y confiable. Pero cualquiera
le coge miedo a la muerte, si te aprietan seres infernales, que tienen
de un Ventura el talante. Cuando la Revolución triunfó, quisieron,
pero no pudieron fusilarle. Estaba como ido, hecho un desastre, medio
loco, hablando disparates. Después, me cuentan que iba al cementerio,
a llorar sobre nuestros cadáveres. Que no valía un medio, que se
volvió borracho y que pasó hambre, en pordiosero convertido, durmiendo
tirado en la calle. A los jueces severos, sería bueno recordarles: Que
para enfrentar la muerte, no todos tienen igual coraje. A él, el miedo
lo convirtió en delator miserable. Que otros lo juzguen, quizás la
Historia lo condene, yo me inclino a perdonarle…
No dice más el muerto, sigue caminando de Regla las calles. El pueblo
lo guarda con cariño en sus memorias, y las puertas de la Gloria le
abre.

Mi novia
Regla estaba allí y yo venía con tanta poesía dentro… Con tanto a
quien descargar mi amor, como en un puerto. Yo venía sediento… Ella me
dio de beber y yo quedé satisfecho. Aquí eché para siempre mis anclas,
amarrado a su viejo espigón, embriagado de amor, aquí me quedaré.
Porque es mi novia, mi pueblo de maravillas, mi sueño…

Jorge C. Oliva Espinosa
Regla, Abril de 2012 - Abril de 2013

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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com.es
jorgecoliva@gmail.com

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