martes, 16 de octubre de 2012

¿PODER?... ¿POPULAR?

Memorias de un ex Delegado
Por Jorge C. Oliva Espinosa

Cuando derrocamos la tiranía sangrienta de Fulgencio Batista, éramos apenas cinco millones los habitantes de nuestro territorio. En ese espacio físico existían solo seis provincias y, desde luego, muchos menos municipios que los actuales. Como cabeza de gobierno, en cada municipio teníamos un Alcalde, asistido por los Concejales. Por lo general, eran una caterva de politiqueros y muñidores sin escrúpulos, siempre dispuestos a beneficiarse de sus cargos y a entrar a saco en el erario público

 Salvo excepciones como Supervielle, aquel Alcalde de la Habana que se suicidó por no poder cumplir la promesa que había hecho a sus electores y el Alcalde comunista de Manzanillo.. Recuerdo que en El Cotorro, los primeros días del luminoso enero de 1959, sorprendimos al Señor que había sido Alcalde de aquel municipio hasta las vísperas, en plena calle del pueblo, vestido de verde olivo, brazalete rojinegro al brazo y revólver a la cintura, confundido en el jolgorio popular. Por supuesto, que el desvergonzado impostor fue desarmado y detenido de inmediato. Pero a todos los que, legítimamente, usábamos aquellos atuendos, nos causó pasmo, irritación y hasta gracia, aquella audacia del descarado.
¿Pero qué podía esperarse de semejantes funcionarios? Batista al usurpar el poder, dejó sin efecto la Constitución que hasta entonces teníamos, la de 1940. La sustituyó por un mamotreto que llamó Estatutos Constitucionales, disolvió ambas cámaras del legislativo y destituyó a jueces, gobernadores y alcaldes que se negaron a jurar acatamiento a tal engendro. En sustitución de los que no quisieron doblegarse, nombró a conmilitones suyos. Durante los siete horrendos años de aquella dictadura, sólo escalaron esas posiciones los afectos al tirano y los que aceptaban sus imposiciones. A excepción del caso del Cotorro que he citado y algún otro que fue detenido, la inmensa mayoría de ellos se dio a la fuga, cuando lo hizo el tirano.
Una de las primeras medidas de la Revolución triunfante, fue dotar a cada municipio con las autoridades necesarias. Se nombró para ello una triada compuesta por militantes de las principales organizaciones que habían participado en la lucha. Esos compañeros recibieron el nombre de “Comisionados Municipales”. Pero ningún barco puede tener tres capitanes, y pronto quedó la figura de un solo Comisionado, como  el “resuélvelo todo,” al frente de las aplastantes tareas, todas apremiantes y necesarias para introducir un poco de orden en aquel caos inicial.
Comenzaba a establecerse así, en la base, el poder revolucionario. En un primer intento por institucionalizar el país se crearon los incipientes órganos del poder local, las JUCEI,
 Siglas de Juntas de Coordinación, Ejecución e Inspección. de las que ya he hablado en anterior artículo. Y ya en 1976, con el respaldo de una Constitución, aprobada en referendo, nacieron las “Asambleas del Poder Popular” (Nacional, Provinciales y Municipales) que constituyen la estructura de nuestro gobierno. A nivel Municipal dichas Asambleas están formadas por los Delegados Municipales, encabezados por un Comité Ejecutivo. En cada una de las circunscripciones en que quedaba dividido el municipio, los vecinos eligen a un Delegado. La Asamblea Municipal llenaba la ausencia del fugitivo Concejo Edilicio, formado por los rapaces Concejales. Y en lugar del desprestigiado alcalde, teníamos ahora un Presidente de la Asamblea Municipal, elegido entre los miembros de su Comité Ejecutivo. El alcalde del pasado era archiconocido por la población, por sus escandalosas fechorías y porque había sido electo en elecciones, las más de las veces fraudulentas. En cambio, el método de elección indirecta del cual emerge su sucedáneo revolucionario, lo hace desconocido para la mayor parte de los habitantes del Municipio
 Esto puede comprobarlo cualquiera, tal como lo hice yo, preguntándole a los electores durante sus reuniones con el Delegado: ¿Conocen el nombre del Presidente del Poder Popular de nuestro municipio? ¿Lo han visto, aunque sea, una vez?. Es perogrullada que lo no conocido, no puede ser popular. También sabemos que las estrellas permanecen en el cielo durante el día, pero que la luz del sol las eclipsa e impide que las veamos. Y lo mismo le ocurre al Presidente del Comité Ejecutivo de la Asamblea Municipal, a pesar de su rimbombante y largo título: Es eclipsado por el Secretario Municipal del Partido. Vean si no, quién habla por el Municipio, quién anuncia, responde por los planes, y aparece en primer plano ante cualquier contingencia que afecte a la localidad.
No obstante, esta instancia administrativa nació como la base, el primer escalón de una nueva estructura de gobierno denominada “Poder Popular
 Si les he cansado con tan extensa explicación, les ruego me disculpen. Está destinada a algún que otro amigo extranjero de los que se interesan por nuestros asuntos..” Mis vivencias como Delegado de una Circunscripción, me permiten cuestionar las dos palabras de esa denominación. Me basaré para ello en hechos vividos, y sufridos en carne propia, mientras ejercía el cargo para el que fui electo, en los momentos dramáticos en que Cuba se jugaba su supervivencia. Porque mi desempeño tuvo lugar cuando recién comenzaba nuestro llamado “Período Especial”.
En 1989, la URSS había comenzado ya su proceso de consunción. Fidel, para perplejidad de muchos, había advertido sobre su posible desaparición. Se acercaban para nosotros tiempos más difíciles que los vividos hasta entonces. En el horizonte se barruntaban ya, los negros nubarrones del Período de penurias sin fin que, con mayor o menor intensidad, ha prolongado sus secuelas hasta el presente. Tocaba en aquel año convocar a elecciones municipales y ante lo que se nos venía encima, muchos esquivaban la candidatura a Delegado que se les proponía. Siempre me consideré militante de la Revolución y como tal acepté ser nominado como candidato, sin la obligación que me impusiera un carné rojo, pero sin su respaldo también. Así, resulté electo por mis vecinos para el mandato que comenzaba ese año y finalizaría en 1992, lapso de verdaderas pruebas a las que se sometería mi condición de revolucionario. Lleno de energía, asumí el mandato que me otorgaron mis electores y me dispuse a responderles con mi dedicación, a constituirme en vocero de sus inquietudes y necesidades, a canalizar las soluciones que demandaban los problemas de mi barrio. Muy pronto, el ejercicio del cargo evaporó mi candidez como agua expuesta al fuego. Al clausurar la primera sesión de la Asamblea Municipal, escuché como nuestro Presidente nos despedía, mientras solicitaba que se quedaran sólo aquellos delegados que fueran militantes del partido. Establecía así dos categorías de delegados: los no militantes y los militantes. Estos últimos podían participar en conciliábulos que nos estaban vedados a los demás. Y ¡oh maravillas!, de aquellos cónclaves secretos emergían acuerdos ya tomados que eran aprobados en la siguiente sesión. Pero fue en el cumplimiento de mis deberes como delegado, donde me esperaban las más amargas verdades. En el primer despacho que sostuve con el Presidente, le señalé que su cubículo estaba refrigerado por un aire acondicionado que trabajaba a jornada completa, mientras que el originalmente climatizado salón de reuniones, donde se celebraban las periódicas Asambleas, lo habíamos convertido en una sauna al mantener inactivo su equipo acondicionador. La respuesta que me dio, sonriente, fue salomónica: “Aquel es un equipo que consume mucho, mientras el mío es pequeñito”. Lo dijo con tal convencimiento y autoridad, que me di cuenta que era inútil insistir.
Al principio, cada delegado despachaba con los miembros del Comité Ejecutivo que atendían las distintas esferas y con los Directores Municipales de los distintos organismos nacionales, los poseedores del verdadero poder, puesto que administraban recursos. Estos funcionarios, por lo general, nos contemplaban altaneros, ostentaban su jerarquía y, algunas veces, se negaban a recibirnos. Frecuentes choques tuve con ellos, como cuando descubrí en el salón de duchas del Círculo Social de Fontanar, unos cien sacos de cemento abandonados por el Director de Deportes, echados a perder por el agua. Tomé muestras del cemento, las hice analizar en un laboratorio de la CUJAE para certificar su total deterioro e hice la denuncia pertinente ante la Policía y ante la Presidencia del gobierno municipal. Fui tan ingenuo que mostré la obra vandálica al Jefe de Sector de la PNR y le pedí que sirviera de testigo en mi acusación. Pero, avisado el responsable de tan condenable desidia, en horas de la madrugada, como hacen usualmente los delincuentes, sustrajo el cuerpo del delito y dejó limpio el escenario de su fechoría. Yo quedé como un loco irresponsable y conflictivo, hipercrítico de las esferas gubernamentales
 Y hubiera quedado como difamador, de no haber conservado las muestras de cemento endurecido por la negligencia criminal. Digno de una novela de Conan Doyle fue “El enigma del cemento desaparecido”, misterio que ninguna autoridad se molestó en aclarar..
Al poco tiempo, se constituyeron los Consejos Populares que agrupaban varias circunscripciones y los Presidentes de esos Consejos, se levantaron como barrera rompeolas entre los funcionarios y los simples delegados de circunscripción. Ahora estos debían tramitar los asuntos en los consejos que los agrupaban y aquellos contactos directos que efectuaban con Directores Municipales y miembros del Comité Ejecutivo, fueron suprimidos.  Celebradas unas cuantas Asambleas Municipales, me tocó participar en una, bien melodramática. En ella, la Asamblea de Delegados depuso a aquel presidente, por los delitos de corrupción y abuso del cargo. Impresionante, patético, fue oír a aquel funcionario, arrogante la víspera, convertido en humilde penitente recitando su público “mea culpa”. Despojarle del cargo que había deshonrado, lógicamente, conllevaba su igual deposición como delegado electo por su circunscripción. Pero no importó que una comisión informara de los hechos y que el Partido emitiera su veredicto, los vecinos del depuesto se negaron a revocarle el mandato y lo ratificaron como su Delegado. Mucho pesó en aquel respaldo, las obras con que el ex presidente había privilegiado a su barriada, haciendo uso de las ventajas que, sobre los demás delegados, le daba su cargo al frente del Comité Ejecutivo.
A pesar de todos los encontronazos, sin contar con un mínimo de poder, me mantuve fiel al mandato que me habían dado mis electores y supe ser el Delegado de ellos ante el inmediato escalón de gobierno, no el Delegado del gobierno ante una parte de la población, como pretendieron convertirnos y como algunos aceptaron actuar. Esta práctica en el ejercicio de mis funciones, aunque estuviera reducida a orientar a mis electores, a esclarecer ante los mismos los eventos que debíamos enfrentar juntos, y a protestar y denunciar lo intolerable y mal hecho, me ganó el reconocimiento de mi comunidad, mientras que dentro de la Asamblea, cobré fama de “electrón libre”, elemento conflictivo y problemático, poco confiable. Con ese sambenito concluí el período para el cual fui electo. Al terminar el mismo, se habían pospuesto las elecciones y se nos pidió que prolongáramos nuestro ejercicio. Me negué, pues yo había sido electo para ocupar aquel cargo por dos años y medio, y ese tiempo ya había transcurrido. Para continuar un día más, entendí necesario el voto de “abajo” que me respaldara, no la decisión tomada “arriba.” Así lo hice saber en la última reunión de vecinos que convoqué, ellos estuvieron de acuerdo en que yo no podía hacer más de lo que hice y yo quedé en paz con mi conciencia. La misma paz que he conservado hasta hoy.

Regla, octubre 15 de 2012



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