domingo, 28 de octubre de 2012

INTRUSISTA IMPENITENTE

Por Jorge C. Oliva Espinosa

Comenzaré esta vez con una confesión: Siempre he sido un intruso. He
practicado en las más variadas ocasiones esa transgresión,
incursionando en distintos campos profesionales. Quizás no fue por
aventurerismo ni por menosprecio ético, sino por comulgar, aún sin
conocerlos, con aquellos versos en que León Felipe dictaminó: "Porque
no sabiendo las profesiones, las haremos con respeto; que para
enterrar a un muerto, cualquiera sirve; menos un sepulturero".
Lo cierto es que a lo largo de mi vida, con mucha frecuencia, me he
visto metido en coto ajeno, desconocido. Y esto me ha obligado a
esforzarme para poder competir. La primera vez, sin duda fue cuando,
casi un niño, invadí el terreno de hombres para empuñar un arma y
defender con ella la legalidad violada por un usurpador de poderes.
Después, cuando los que se decían guerreros, hicieron politiquería con
las armas y recursos que poseían, asumí la profesión de luchador
empecinado en derribar una tiranía. De esa época data también, mi
primera intrusión en el periodismo. Como no bastaba la acción y era
necesario difundirla, contagiar a otros con nuestras ideas, en
paralelo con la actividad clandestina, emprendí otra vestida de cierta
"inocente legalidad": La publicación de un periódico estudiantil.
Aproveché que los antiguos alumnos de la Academia Valmaña habían
fundado una asociación y me convertí en el director de su órgano de
propaganda.
Con unos cuantos pesos (no llegaban a cuarenta), provenientes de las
primeras cotizaciones de la membresía de aquella Asociación, y con la
intención de ir más allá de los fines declarados, me lancé a la
búsqueda de un taller de impresión. No era fácil encontrar alguno que
aceptara nuestro encargo por tan bajo precio. Pero siempre un loco
encuentra otro que lo secunde. Y yo lo hallé en un vetusto local que
abría su única puerta a la calle Amistad. Su nombre era un augurio,
igual que el de aquel establecimiento: "Imprenta La Verdad" y su
dueño, un viejo inolvidable, decidor y pendenciero, siempre dispuesto
al brete, llamado Juan de Dios Pérez. Era un revolucionario, dispuesto
a echar abajo el mundo para construir otro nuevo, y lo único que tenía
de viejo era la edad.
En la primera entrevista, surgió entre nosotros una amistad afincada
en la identidad de ideas y, con un entendimiento mutuo, nos dimos a la
tarea. Recuerdo que cuando traté de informarle del magro presupuesto
con que contaba, no me dejó hablar: "De dinero hablaremos después,
cuando en las noches vayamos a tomarnos un café con leche". Me dijo,
cortando mis palabras con una sonrisa; para después agregar: "Porque
eso sí, jovencito, vamos a tener largas jornadas de trabajo y el
estómago tiene la costumbre nocturna de estragarse". Y efectivamente
cuando, sirviéndole de ayudante en las tareas de impresión,
interrumpíamos el trabajo para tomar alguna colación, al llegar al
mostrador de la cafetería noctámbula, volvía Juan a hablar de dinero,
exigiendo jocoso que pagara el consumo. "Te toca a ti, muchachón. Así
me pagas tu periodicucho y el aprendizaje". Y mientras saboreaba la
caliente bebida, desmandaba su verbo en una provechosa conferencia
sobre la explotación de los aprendices en el siglo pasado, experiencia
que él tuvo oportunidad de sufrir.
Vivía Juan de Dios pobremente. Su "negocio" apenas le daba para no
morir de hambre, aunque hambre sí que pasaba. Sin embargo era rico,
inmensamente rico en otros órdenes de mayor importancia: Poseía una
enorme cultura y era dueño de una sabiduría que le afloraba a los
labios, siempre presta a compartirla. Oír sus largas disertaciones,
mientras colocaba sobre el componedor los tipos de plomo, era
aprender. Pero nada más lejos de la pedantería era su decir, siempre
condimentado con el gracejo criollo, donde no despreciaba intercalar
algún dicharacho muy suyo. Así, cuando quería prevenirnos de algún
despiste, nos preguntaba: ¿Pero de dónde viene Usted, amigo mío, de la
Berjovina, de la Besarabia o del Chaco boreal? Esos puntos
geográficos, entonces desconocidos para muchos, también los usaba Juan
de Dios, cuando alguien pretendía desconocer lo sucedido o evidenciado
en hechos. Pero la geografía que más mencionaba, era la geografía
política de su villaclareño pueblo natal: San Juan de los Yeras. Toda
la información que me brindó sobre esa localidad, me sirvió después
para pasar, con cierta credibilidad, como oriundo de allí y no como el
habanero que soy. Mi primera aventura periodística solo dio para
editar cuatro números de aquel periódico estudiantil. La propaganda se
volvió en contra nuestra, nos hicimos conocidos para la esbirrada
batistiana y tuve que cambiar de domicilio para conservar la salud. De
esta forma, comenzó para mí un largo peregrinar que me hizo conocer la
geografía de gran parte del país.
No bien triunfamos, volví a las andadas intrusionistas. Sin más
conocimientos de Contabilidad que los nombres de Debe, Haber y Saldo
que tenían los libros de balance, abrí una Consultoría en el Pueblo de
El Cotorro. Contra los más lógicos pronósticos, esta empresa dio
resultados y mantuvo una alta credibilidad y estima entre sus
clientes. El establecimiento lo cerré, cuando seguí el rumbo
socialista de la Revolución a cuyo triunfo yo había contribuido.
Aunque mis modestas contribuciones, siempre correspondieron a labores
de intruso.
Como mi vida había tenido episodios verdaderamente novelescos, traté
de compilar mis memorias en forma de novela. Ello hizo que me
transfigurara en novelista y escritor, sin contar con el herramental
literario de un profesional de las letras. Más tarde, me vi
aprisionado por el encadenamiento de mis repetidas intrusiones. Me
metí a Metalúrgico, por metalúrgico fui a parar a la Docencia y me vi,
de nuevo intruso, convertido en Profesor de la Universidad de la
Habana, sin contar con la mínima experiencia pedagógica, ni poseer un
título académico que me respaldara. Quise obtenerlo en la Licenciatura
de Derecho; total, yo había frecuentado la amistad de abogados,
compartido con ellos algunas de sus actividades y creía en el refrán
de "el que anda con lobos, aprende a aullar". Pero no llegué a
hacerme ni abogado ni lobo. Como las materias que explicaba, eran de
Ingeniería, me vi precisado a terminar mis estudios y hacerme
Ingeniero. Así tuve un descanso: en mis últimos años de trabajo, ya
no fui un advenedizo.
Pero… ya se sabe: "Perro huevero…" Y como parece que nunca escarmiento
ni escarmentaré, aquí me tienen, haciendo de nuevo mi eterno papel de
metido en terreno ajeno. Ahora, cultivando otra vez el Periodismo. No
me mueve hoy el propósito agitador. Lo hago, sencillamente, porque
nuestros verdaderos periodistas, a quienes admiro y respeto, se ven
imposibilitados de hacerlo.

Regla, octubre 28 de 2012

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