sábado, 27 de octubre de 2012

MI CONVERSACION CON MENOYO

Por Jorge C, Oliva Espinosa

Visitaba yo la casa de un joven escritor cubano a quien conocí en el
batallar por el rescate de mi primera novela. Mediante colosal
superchería, me habían escamoteado su autoría y robado mis derechos de
autor. Esta obra se había publicado en tres idiomas y en sus cinco
ediciones, mis dos nombres y dos apellidos se habían atribuido a "un
héroe ya fallecido de la Revolución cubana". Dicho joven, representaba
en nuestro país a una editorial puertorriqueña que ofrecía la
posibilidad de rescatar mis derechos y desenmascarar a los burdos
usurpadores. Al final, no se logró la edición reivindicatoria. En su
lugar, gané un colega con quien intercambiar experiencias. Él tenía
varias obras publicadas, se movía con conocimiento y soltura en los
medios literarios y su nombre era conocido en muchas casas editoras.
Yo, que le aventaja en edad y vivencias, me estrenaba como escritor y
era un extraño en el mundo de las letras. Nos dimos a leer nuestras
producciones respectivas y, a través del trato sincero y solidario,
comenzamos a transitar los primeros pasos de una futura amistad.
Pero sucedió que una tarde, al llegar yo a visitarle, me abrió la
puerta un inesperado personaje. El acento lo delataba como español,
pero no se conducía como un visitante, sino como un familiar más en
aquella casa. Cuando, sonriente, salió nuestro anfitrión, procedió a
presentarnos. Me vi así, de pronto, estrechando la mano de aquel
extranjero, mientras le oía pronunciar su nombre: "Eloy Gutiérrez
Menoyo, mucho gusto". En un primer momento me sentí víctima de una
encerrona.
No había que culpar a ninguna paranoia: Aquella presentación
sorpresiva no podía interpretarse de otro modo. Sobre todo, cuando
nuestro presentador conocía de sobra mis antecedentes de lucha y mi
pensamiento. Ideas que me colocaban en posiciones contrarias a las de
aquel hombre, y antecedentes que nos habían hecho chocar en el pasado.
No pude evitar que una mezcla de irritación y perplejidad me hiciera
su presa. No obstante, la urbanidad que imponía estar en casa ajena,
logró imponerse. Así que, alegando haber sido inoportuno por llegar
cuando tenía visita, y disculpándome por ello, anuncié mi retirada.
Fue entonces que Gutiérrez Menoyo tomó la iniciativa, se transformó en
acogedor dueño de casa y, lleno de cordialidad y llaneza, me convidó a
quedarme. Rechazarle hubiera sido un proceder grosero y marcharme
podría ser interpretado como cobardía de quien rehuye una
confrontación inevitable. Así que me quedé y acepté el reto. El
diálogo se anunciaba crudo y ríspido. Yo no estaba dispuesto a
concesión alguna y me mantenía tenso. Sin embargo, mi interlocutor,
con un hablar desenfadado, asumía la típica inmediatez española. Hacía
gala de esa gracia que ayuda a disipar los peores momentos: "Vamos
hombre, cualquiera diría que te has encontrado con el Diablo". Con esa
entrada, tuteándome, comenzó nuestra conversación que se extendería
hasta bien entrada la noche. Hablé sin ambages. Mencioné su paso por
El Escambray, calificado por el Che, como improcedente e inaceptable,
seguido por secuaces de las tallas de un Nazario Sargent y de un
William Morgan. Su actitud contraria a la unidad tan necesaria en
aquellos momentos. Su fama de "come vacas ", por cierto puesta en
entredicho por un libro contraproducente, recién editado entonces en
nuestro país. En ese relato, que pretendía difamarlo, quedaba en
evidencia la habilidad guerrillera que le permitió evadir los cercos e
hizo difícil su captura, cuando decidió alzarse de nuevo, esta vez
contra el poder revolucionario.
El detestable Gutiérrez Menoyo del que había oído hablar y cuya imagen
sólo conocía por fotografías, se convirtió delante de mis ojos, en el
Eloy inmediato y simpático que, con franqueza extrema, exponía sus
descargos. Un Eloy que bromeaba porque, a pesar de estar residiendo en
Cuba, aún no le habían dado su carné de identidad, ni su libreta de
abastecimientos. Por momentos, su parlamento tomaba giros poéticos,
exponentes de una sensibilidad impensable en el personaje que yo tenía
preconcebido. No cabían dudas, hablaba un idealista. Pero de un
idealismo en extremo. Un hombre que pretendía juzgar la actualidad
presente, desde la óptica congelada de un pasado ya remoto y
anacrónico. Aquel individuo era sincero, pero estaba evidentemente
desubicado en tiempo y espacio.
Lo había estado toda su vida y persistía en aquel error de
apreciación: Ante el amanecer esperanzador del 59, creyó estar en la
Cuba de los cuarenta y tantos; al oponerse al proceso revolucionario
que se iniciaba, convirtió sus desacuerdos en abismos insalvables. Y
al intentar abrir frentes guerrilleros en los sesenta, pensó que
repetiría sus experiencias en la lucha contra Batista.
En el momento de nuestra conversación, se desbocaba en un proyecto
imposible: la separación de los poderes estatales, según la receta de
Montesquieu, cuando la Constitución aprobada en 1976 ya había
establecido la residencia del mismo en un solo poder. Y pretendía que
se legalizara una oposición dentro de un sistema que se había
declarado monopartidista. Era conmovedor oírlo, convencido de la
justeza de sus proposiciones. Era patético verlo tan perdido de la
realidad. Tan desubicado en tiempo y espacio.
Anoche supe por Internet de su muerte en Cuba, víctima de un
aneurisma, tenía 77 años y dejaba escrito un testamento. En el mismo
encontré, más que un resumen y justificación de su trayectoria, los
mismos vuelos poéticos, la misma falta de ubicación en tiempo y
espacio que signara nuestra conversación. Aunque la maniatada prensa
cubana no de cuenta de su deceso, la Historia tendrá que juzgarle en
algún momento. Quizás entonces sepamos quién fue en realidad Eloy
Gutiérrez Menoyo.

Regla, octubre 27 de 2012

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