lunes, 4 de agosto de 2014

JULITO, LA HERMANDAD

--JULITO, LA HERMANDAD
Por Jorge C. Oliva Espinosa

"Si tengo un hermano...hermano de suerte... hermano de vida, de historia y
de muerte..."
Silvio Rodríguez

Es cierto que los cubanos pecamos de exagerados; en lo efusivo, cuando
un amigo se hace entrañable nos apresuramos a llamarle "hermano". Sin
embargo, y queriendo ser objetivo, aclaro que, en mi criterio, la
hermandad es el sentimiento que hace a los hombres amarse y
comportarse unos con otros como verdaderos hermanos, estadio que no
siempre alcanza la amistad. En los años que tengo, he visto varios
ejemplos de verdadera hermandad, pero el más cercano y grande de todos
sigue siendo Julio Pagés Baltar, para nosotros "Julito". Me precio de
haber conservado amigos desde épocas ya remotas, los que solo la
muerte me hizo perder. Amigos del barrio, de infancia y juventud, me
acompañaron durante un largo trecho. De todos ellos, Julito fue sin
dudas el más antiguo: con apenas seis años éramos compañeros de juegos
y habitábamos la misma casa de vecindad, enclavada en la Calle
Consulado No. 108; su familia vivía en los bajos y la mía en la
azotea; entre recuerdos amarillados por el tiempo, guardo una foto en
que aparecemos en ese lugar, vestidos él de indio, yo de cowboy, somos
dos pilluelos que no han mudado sus primeros dientes. En aquel barrio
fuimos creciendo y cuando me mudé para el número 20 de la misma calle,
continuamos nuestra vieja amistad y concurrimos al mismo colegio de
barrio. Con Julito, Juan y otros amigos fuimos a la Universidad aquel
trágico 10 de marzo de 1952, nos animaba igual propósito; allí
comenzamos a participar en el enfrentamiento estudiantil contra la
dictadura.
La primera prueba de hermandad nos la brindó Julito un 27 de noviembre
de aquel año funesto. Participábamos en la manifestación que recorría
la calle San Lázaro en recordación de los estudiantes fusilados en
1871; Juan era el único de nosotros que era estudiante universitario,
los demás esperábamos seguirle, pero ya estábamos vinculados a la
Universidad en nuestros trajines subversivos. Al llegar al monumento a
los ocho estudiantes de medicina, Juan se encaramó en un muro y
comenzó a arengar a los manifestantes. Los esbirros de azul
irrumpieron y se formó el desbande. Uno de aquellos sicarios tomó a
Juan por un brazo y lo bajó violentamente del pedestal para conducirlo
hasta una perseguidora cercana, yo me lancé contra el guardia y el
resultado fue que fuimos dos los introducidos en el carro patrullero.
Una vez dentro y con los golpes de rigor, el auto partió con nosotros.
Pero para asombro de todos, Julito emprendió veloz carrera
siguiéndonos; una de las veces en que, por poco alcanza al vehículo,
logró golpear su maletero con los puños. Ante su incomprensible
proceder, el chofer detuvo la marcha. Fue entonces que tuvimos la
oportunidad de escuchar la voz jadeante de nuestro amigo que exigía:
¡Llévenme a mí también! Por supuesto que lo complacieron y fuimos tres
los conducidos en aquel carro hasta la Tercera Estación de Policía.
Todo el tiempo que duró la lucha, Julito lo vivió inmerso en ella y en
las acciones que participamos juntos se preocupaba por mí y por mi
seguridad más que por la suya. En 1958 tuvo que exiliarse, fue de los
primeros cubanos repatriados en regresar cuando triunfamos y volvimos
a encontrarnos para celebrar la victoria. Después, nuestros caminos
tomaron rumbos diversos y en el año 80, Julito siguió a su único hijo
en el éxodo del Mariel. El muchacho había penetrado en la Embajada del
Perú y al no poderlo persuadir para que saliera, mi amigo ya viudo y
sin otro asidero familiar, decidió correr su suerte. Todo me lo
explicaba en una misiva en que justificaba su decisión; en ella me
hacía patente que no esperaba aprobación, pero sí comprensión de mi
parte; eso era para él muy importante. Al poco tiempo comencé a
recibir tarjetas postales provenientes de los Estados Unidos, donde,
en breves notas, me informaba detalles de su vida y dentro de los
sobres, pegadas con cinta adhesiva, con frecuencia venían cuchillas de
afeitar. Así pasaron los años que se agruparon en décadas y un día,
sorpresivamente, recibí trescientos dólares, venían acompañados de una
carta estremecedora. En ella, Julito me comunicaba que había cobrado
una indemnización por su demanda contra el médico que, por equivocar
el diagnóstico, lo había condenado a morir. Al no recibir el
tratamiento adecuado, su cáncer de próstata ya no tenía solución y
solo esperaba que las metástasis, ya aparecidas, apresuraran el fin.
Con el dinero recibido había hecho con su hijo un crucero a las
Bermudas, con el objetivo de guardar un grato recuerdo en medio de lo
inevitable. Con igual propósito me enviaba el dinero: "de algo le
serviría a su hermano de siempre, la burrada de aquel médico". Esa fue
la última vez, de muchas, que Julito me demostraba, contundentemente,
lo que él entendía por hermandad.
Desde Regla, como siempre, agosto 5 de 2014

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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com
jorgecoliva@gmail.com

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