sábado, 31 de mayo de 2014

¿ARTE O MERCANCÍA?

--¿ARTE O MERCANCÍA?
Por Jorge C. Oliva Espinosa

Acabo de leer la más reciente novela de Leonardo Padura ("Herejes") y,
aunque no soy crítico literario, ni puedo calzar mi opinión con
conocimientos académicos, hoy quiero trasmitir a mi escaso público la
impresión que me ha dejado esta obra del destacado escritor de
Mantilla, tan controvertido recientemente por las declaraciones que
hiciera a la prensa extranjera. Aclarada mi identidad nada
profesional, la de un lector común y corriente, guiado por mis gustos
y preferencias en el campo de la novela, pero influido por la ética e
ideología que he asumido, debo confesar que siempre le pido a
cualquier obra literaria el mensaje, a veces críptico, otras más o
menos diáfano, que entre líneas desliza el autor. Y a veces, más
valoro la intención que la envoltura, como me sucede con la obra,
indiscutiblemente valiosa, de un Vargas Llosa, donde siempre antepongo
a lo que dice, la pregunta de por qué y para qué lo dice.
Ya Padura había ganado mi admiración mayor con "Historia de mi Vida",
desgarradora trama sobre la vida del "Cantor del Niágara", donde
revelaba los entresijos de la intelectualidad cubana del siglo XIX y,
entre episodios de la vida dolorosa de Heredia, nos presentaba a otro
personaje, muy distinto al que había pasado a la historia como mecenas
generoso, desinteresado promotor de la cultura y hasta como
proto-patriota. En esa novela, era la contrafigura opuesta al que
sufrió exilio, murió en él y encarnó sinceras sensibilidad y cubanía.
Después de aquellas páginas, vino "El Hombre que amaba a los Perros",
que estuvo a punto de convertirme en trotskista. A mi juicio, estas
dos novelas constituían las obras cumbres, el pináculo alcanzado por
el novelista de Mantilla, creador del hipotético Mario Conde,
protagonista de cuatro novelas anteriores que pudieran considerarse su
obra menor.
En sus dos sobresalientes novelas, se desata la furia iconoclasta de
Padura; primero, arremetiendo contra la versión histórica (la que nos
trasmitieron) de un Domingo del Monte y luego, y con más razón, contra
la perversión maligna que desfiguró el primer ensayo de una sociedad
socialista: el estalinismo. Tanto en una como en otra trama, Padura
deslizaba alusiones y establecía similitudes de las bajezas pasadas, a
veces foráneas, con fenómenos que pervivían en nuestra actualidad
antillana. La envidia, la intriga, la hipocresía, la falsedad, la
delación, como otras miserias humanas, pueden encontrarse en cualquier
tiempo y lugar, pero Padura se centraba en las cubanas de un hoy
ruinoso, lleno de penurias y dificultades. Atravesando tiempo y
espacio, este autor hace omnipresente al Miedo, miedo al poder de los
que ejercen el poder: ayer la partidocracia soviética o las
autoridades coloniales españolas, hoy los gobernantes cubanos, siempre
criticables; miedo, siempre miedo, un miedo ante el cual todos somos
cobardes. ¡Muy bien, ese era su mensaje! Y una vez captado, no por
rechazarlo le discuto su derecho a emitirlo, más cuando la calidad de
la obra lograda deja atrás esas veleidades; algo parecido a cómo
valoro las novelas del peruano que, dicho sea de paso, comparte con el
cubano la nacionalidad española.
Caso bien distinto lo constituía la novela basada en las vidas de
Trotsky y de su asesino. En ella, un tercer personaje, cubano del
montón como el que suscribe, damnificado del ciclón de un período
especial, como la inmensa mayoría de la población, se encargaba de
denunciar las secuelas de un estalinismo tropical, (otro ciclón
arrasador) con manifestaciones evidentes en la conducción
revolucionaria, consecuencias de un calco mecánico de modelos y
soluciones ajenas. Como sustancia paralizante, con el injerto se
inoculaba EL MIEDO. Un miedo colectivo, que se enseñoreaba de la
sociedad toda, empeñada únicamente en sobrevivir. El miedo era el gran
culpable de todo, de la inercia e ineficacia, de la doble moral, del
afloramiento de lo peor del ser humano y del estancamiento general. Si
esta novela contribuía a denunciar lo que entorpecía nuestro camino
hacia una sociedad más justa, entonces podía considerarse un intento
muy crítico, pero revolucionario.
Con esos antecedentes, me enfrenté a la versión digital, huérfana de
una corrección editorial que la librara de basurillas y errores
tipográficos, de la novela más reciente de Padura, titulada "Herejes.
Era la única posibilidad de leerla que se me brindaba por ahora, como
a cualquier lector cubano, de los de a pie. Con las expectativas
creadas por sus obras anteriores, glotonamente, inicié la ingestión de
las 1,197 páginas de lo que, después de un primer momento, resultó un
nuevo parto de los montes. La resurrección del personaje Mario Conde,
ya mayorcito pero igual de irreal y socialmente desubicado, me hizo
caer en una desilusión más catastrófica que la decepción que convierte
a Conde en un incrédulo, increíble y fracasado sobreviviente. Esta
desilusión mía fue fortaleciéndose en cada página dejada atrás. No
obstante, seguí leyendo empecinadamente, me hacía falta saber a dónde
conducía todo aquello, cuál era el mensaje que, alusivo o abierto,
trasmitía Padura. Así, llegué a un final con lagunas inconclusas
(¿quién sacó el cuadro de Cuba?, ¿cómo pudo el talabartero polaco
penetrar en la casa y cometer el sádico crimen, sin que ninguno de los
otros habitantes lo sintiera?). El entramado dramatúrgico concluía sin
despejar los enigmas anunciados y comenzaba otra trama de
acontecimientos sucedidos en la Amberes de los 1600, sin una
justificación de nexos o de soluciones con los sucesos habaneros de
los siglos XX y XXI. Solo el delgado hilo de Rembrandt relaciona a una
parte con la otra.
"Herejes" no resiste comparación con las dos novelas anteriores, es
una obra del ocaso, no brilla sino con luces vespertinas, moribundas.
Sin embargo, dice mucho de las alternativas que ha tenido que
enfrentar su autor. Es usual que la fama y el dinero que trae la
publicación de sus obras, planteen ante cualquier escritor una
encrucijada que lo definirá como un verdadero artista, un perseguidor
de la perfección, un innovador de la literatura, o por el contrario,
un pragmático mercader que busca el éxito con las ventas del producto
que oferta. A mi juicio, Padura ha elegido este último camino,
escribiendo el material que complace a cierto público foráneo y a los
hipercríticos del patio, pero que desde el punto de vista de la
calidad estética y de los valores de una pieza literaria, lo aleja del
ideal que arde en todo creador. Tiene todo el derecho a la elección,
así como a recibir sus resultados y consecuencias. Es natural que el
que escribe aspire a ser leído, pero el asunto estriba en la forma de
lograrlo. El creador ofrece literatura de alto calibre, el mercader la
mercancía cuya venta ambiciona.
Si en la historia de Trotsky y de su asesino, la denuncia al
estalinismo justificaba alusiones bien claras y directas, aquí la
alusión cruda y descarnada, como un hueso de carnicería, llega a
sobrar. Es un llamado de "marketing" al público que exige ver "el
desastre cubano" y goza con el mismo, ese mismo público que lee "El
País" y se alimenta de la prensa gusana. De esta forma, Leonardo
Padura se nos ha convertido en un pobre y lastimoso millonario. Y no
crean que peco de idealismo, bien sé que disponer de caudales es algo
que no disgusta a nadie, el problema es la forma en que usted se los
agencia. Los comunistas chinos dicen que ser rico es glorioso y el
autor de "Herejes" no deja dudas que ha elegido la vía que estima
apropiada para consolidar su fortuna.
De todas formas, reitero mi criterio que es necesario no poner
obstáculo alguno para que todo el mundo pueda manifestarse. Es la
única forma de que nos identifiquemos y sepamos quién es quién, quién
auténtico y quién falso, quién artista y quién mercader.

Desde Regla,
Ayer, "La Sierra Chiquita"; ayer, hoy y siempre, bastión de rebelde cubanía.
Junio 2 de 2014


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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com
jorgecoliva@gmail.com

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