miércoles, 15 de enero de 2014

INVISIBLE, ABSOLUTO, SUPREMO, ATRIBUTOS DIVINOS

INVISIBLE, ABSOLUTO, SUPREMO, ATRIBUTOS DIVINOS
Por Jorge C. Oliva Espinosa

Ateos y creyentes concordarán que ser invisible, absoluto, supremo,
son atributos que se confieren solo a las deidades. El que se crea
poseedor de dichas propiedades y además ser infalible y dueño de la
verdad, padece de delirios, quizás producidos por serios trastornos
mentales. Ahora verán porqué lo afirmo.
A finales del año 2012, fui objeto de una agresión incivilizada y
gratuita. Al enjuiciar de forma falaz un artículo mío (1), se me
atribuyeron opiniones que no tengo y se me pintó como lo que no soy.
El procedimiento fue de los más manidos y sucios, pues se citaba mi
escrito sin darlo a conocer. Se ocultaba y condenaba lo oculto. Todo
eso se hizo públicamente, en "Espacio Laical", sin la mínima decencia
de hacérmelo saber. Me enteré por casualidad, pues no soy lector de la
mencionada revista, cuando alguien me avisó que en esa publicación se
hablaba de mí y de mi escrito. Cuando tuve oportunidad de leer lo que
se decía sobre mi persona, me llené de asombro. El autor de la fea
acción, decía no conocerme, pero eso no era óbice para acusarme de
"poco reflexivo" y recomendarme "menguar mi intolerancia y mi
incapacidad de escuchar al otro"; además, recurriendo a bajos
procedimientos de chismografía solariega, citaba el testimonio de un
amigo suyo, a quien supuestamente yo le había preguntado sobre el
tiempo que hacía no se comía un bistec de palomilla. Esta
incongruencia parecía un recurso surrealista, producto de la vena
poética del difamador, el renombrado poeta, escritor, literato y
profesor universitario, Guillermo Rodríguez Rivera.
Mi respuesta fue inmediata y viril, pero a la altura de una ética
desconocida por el que así me difamaba. También me dirigí a la
Dirección de la revista, solicitando mi derecho a réplica. De esta
última no recibí respuesta; era natural, pues la publicación había
pifiado al dar a conocer la versión de un artículo mío y no el
artículo en sí. De GRR, recibí un mensaje personal de excusa por
olvidar haberme conocido con anterioridad y no asociar mi nombre con
sus recuerdos de infancia; de sus diatribas, no retiraba ninguna. Como
la ofensa se me había inferido en público, no acepté aquella acción
limitada a mi exclusivo conocimiento y a detalles sin importancia.
Tanto el incidente como sus móviles me resultaron incomprensibles.
Solo un desvarío o un retruécano bien complejo de la siquis, podían
explicar tal comportamiento en una persona ilustrada, un proceder
torcido, propio de un cafre. Pero, todo se aclara bajo el sol y el
pasado diez de enero en el boletín "Por Cuba", un artículo de GRR me
dio la cabal respuesta. Para que lo juzguen ustedes, se los copio a
continuación. Al final, incluyo el comentario que me mereció, del cual
envié copia al interesado. De igual manera procedo ahora. Es que tengo
una ética, soy una persona decente, admito que puedo equivocarme, no
me creo poseedor de atributos divinos y no padezco de egolatría.
En definitiva, si alguien se cree juez supremo, dueño absoluto de la
verdad, son alucinaciones de cada cual, allá ellos. Lo que sí no es
admisible, bajo ninguna forma, es que se abroguen el derecho de tratar
a los demás como seres despreciables e insignificantes.

ii
BOLETTITULARESAño 12 Número 3 | Fecha 2014-01-10
LA LITERATURA INVISIBLE
por Guillermo Rodríguez Rivera
Sobre el Premio Nacional de Literatura en Cuba
La concesión de los dos más recientes premios nacionales de literatura
– los otorgados a Leonardo Padura y Reina María Rodríguez – me han
ayudado a acabar de definir unas ideas cuyo germen tenía en mente
desde meses atrás. Lo primero que me gustaría aclarar es que admiro la
obra del novelista y la poetisa. La poesía de Reina María (su autora
está llegando ahora a los sesenta años) me interesó desde que apareció
La gente de mi barrio, el primero de sus poemarios.
Me pareció entonces que, de modo bastante obvio, ese libro estaba en
la dirección de la poesía que venía, en estilo y asuntos poéticos, de
la manera que caracterizó nuestros años sesenta, desde el cuaderno que
mejor y primero la representó, que fue Historia antigua, de Roberto
Fernández Retamar, de 1965.
No tuve duda entonces que tanto por su fecha de nacimiento como por su
trabajo poético, Reina María se colocaba como un claro final de la
poesía conversacional que había sido el centro del trabajo de los
poetas de mi generación aunque, en manera alguna, constituyó el único
modo que ella tuvo de expresarse. Puedo decir que, cuando en 1984 fui
miembro del jurado de poesía del Premio Casa, me complació contribuir
a otorgarle a Reina María ese importante premio por su libro Para un
cordero blanco.
A la poesía conversacional rinde también tributo la voz de Nancy
Morejón (1944) con poemarios como Amor. ciudad atribuida y, sobre
todo, Richard trajo su flauta y otros argumentos, de 1967. Pero,
después, la poesía de Nancy enrumba por caminos diferentes: el
hallazgo poético de su negritud y el culto a una expresión signada por
el amor a la palabra lujosa, que le trae su formación en la tradición
poética francesa. Pero Nancy tiene, desde bien temprano, el premio
nacional de literatura, que todavía le falta a otra esencial voz
femenina que –a mi modo de ver– debió recibirlo antes que Reina María.
Estoy hablando de Lina de Feria.
Todavía más que la de Nancy, la de Lina representa esa poesía de la
oscuridad, del enriquecedor laberinto de la palabra que, en la poesía
cubana, permanentemente aparece al lado de la poesía de la claridad.
Creo que, además, Lina ha tenido más incidencia que Reina María en el
trabajo de las nuevas promociones de poetas cubanos. A ese ámbito
casaliano de la oscuridad, pertenece también la obra de Raúl Hernández
Novás, a quien se ha colocado como representante de la "generación de
los años ochenta", denominada por algún crítico por su fecha de
irrupción en la difusión de la literatura pero, como se ve, en la que
puede resultar esencial una voz que pertenece a la generación que la
precede.
Nacido en 1947 – tres años después que Nancy Morejón y Luis Rogelio
Nogueras, dos después que Raúl Rivero – Hernández Novás es un hombre
de esa generación, que no pudo expresarse en los años setenta, en los
que le habría correspondido naturalmente comenzar a publicar, porque
es ese el momento dogmático del Quinquenio Gris, en la que no es
admitida una poesía como la de Raúl, que tiene que esperar hasta los
años ochenta para empezar a darse a conocer. Pero esa circunstancia
sociológica no autoriza un cambio de generación. Ante la reaparición
televisiva de algunos de los más destacados impulsores de la política
cultural del Quinquenio, una zona de nuestra intelectualidad reaccionó
vivamente, temiendo la reaparición efectiva de ellos en la dirección
de la cultura.
A través de la que se llamó en esos días "la guerra de los correos",
se dijeron electrónicamente las cosas que no se pudieron decir en los
años setenta y, de alguna manera, fue también llover sobre mojado. El
caso de Raúl Hernández Novás y el de mi propio poemario El libro rojo,
aparecido muchos años después de 1971 – cuando debió editarse, después
de haber sido finalista en el Premio Casa – nos están indicando que
hace rato sonó la hora de cesar las repetitivas quejas sobre el
Quinquenio y, en su lugar, precisar que procesos cortó, cuáles obras
interrumpió y de qué manera alteró el proceso de nuestra literatura.
Aunque no he sido íntimo de Leonardo Padura, creo que tengo una buena
relación con él y, sobre todo, he sido un admirador de su obra
narrativa. Mi voto fue el que, en muy reñida decisión, decidió el
otorgamiento del premio de la crítica a su obra La novela de mi vida,
sobre la esencial figura que es, para la literatura cubana, José María
Heredia. Me hubiera parecido su novela mejor, si no hubiera sido
porque, a la ácida crítica de Padura a Domingo Delmonte, le faltó un
aspecto esencial: consignar el equivocado rechazo de Delmonte a los
hallazgos románticos del poema herediano. Acaso Padura – narrador y no
poeta – no pudo adentrarse en esa manquedad esencial de la sin duda
muy calificada crítica delmontina. Por ello, entre sus novelas, sigo
prefiriendo la excelente La neblina del ayer.
La superexitosa El hombre que amaba los perros me parece un tanto
reiterativa después de la gran trilogía histórica de Isaac Deutscher,
que acaso la generación de Padura ignoró, pero que fue esencial para
la formación ideológica de una fundamental porción de la mía. No hay
que olvidar que el grupo de jóvenes pensadores que centró el trabajo
de Pensamiento crítico, publicó regularmente en El Caimán Barbudo. Y,
literariamente, creo que la investigación histórica le desborda la
estructura novelesca a la novela: la trama sufre porque empiezan a
aparecer situaciones narrativas que podrían ser útiles a la indagación
histórica, pero que ella no necesita.
Padura ha dicho que fue su generación la que devolvió la vitalidad a
la literatura cubana tras el penoso período del Quinquenio Gris. Creo
que esa es una visión extremadamente parcial.
Las represiones y censuras del Quinquenio Gris fueron tan abarcadoras
en el ámbito literario que fue casi toda la literatura cubana de valía
– exceptúo a Nicolás Guillén y a Alejo Carpentier, que claro que no
fueron censurados –la que recomenzó a devolverle vitalidad a la
difusión de la misma. En cuanto a las obras nuevas, resultó esencial,
en las entradas de los años ochenta, la obra de Luis Rogelio Nogueras:
me refiero a la aparición de un poemario como Imitación de la vida,
(Premio Casa de las Américas y elogiado por José Saramago) y de una
novela como Y si muero mañana, en la que la trama policial se trataba
como nunca hasta entonces se había tratado entre nosotros. Antes de
otorgarle el Premio Nacional de Literatura a Leonardo Padura, me
parecía más justo y mucho más correspondiente con nuestra historia
cultural, habérselo concedido a Eduardo Heras León.
El Chino, ácidamente estigmatizado en los días del Quinquenio Gris por
haber escrito el que me parece su mejor libro (Los pasos en la hierba)
no escribió una literatura que las conservadoras grandes editoriales
de los tiempos que corren habrían editado, pero contribuyó, con varios
libros de relatos de gran calidad a conformar una narrativa épica que,
junto a los libros de Jesús Díaz y Norberto Fuentes, Ilustra los días
heroicos en que se enmarcaron hechos como la batalla de Playa Girón,
la limpia del Escambray y la Zafra de los Diez Millones: no mirar esa
historia, es no mirar lo que somos, es desconocernos nosotros mismos.
Lamenté enormemente cuando Jesús decidió abandonar el país y la
Revolución. Pero le escuché decir alguna vez a mi profesor Raimundo
Lazo que los escritores no cruzan las fronteras con sus libros debajo
del brazo. Si hemos publicado textos de exiliados como Jorge Mañach,
Lino Novás Calvo y Carlos Montenegro, esenciales para comprender la
literatura del país; si premiamos estudios sobre la obra narrativa de
Calvert Casey, o publicamos un importante estudio sobre la crítica
cinematográfica de Guillermo Cabrera Infante, creo que es imposible no
reeditar novelas como Las iniciales de la tierra –la mas importante
novela de la Revolución Cubana– o editar esa juguetona y trágica obra
maestra que es Las palabras perdidas.
Admiro el trabajo de Padura, pero creo que tenía tiempo para obtener
ese galardón por un trabajo que abarque mejor la obra de toda su vida.
Si vamos a subordinar el Premio Nacional a los éxitos de mercado
–sobre todo foráneos– creo que desconoceremos nuestra historia y
tendremos que esperar a que desde fuera nos digan cómo debe ser. Dos
veces he sido miembro del jurado que concede el Premio Nacional de
Literatura. La primera vez, tuvimos en cuenta la decisiva obra crítica
de Ángel Augier, pero también su ancianidad; lo propio ocurrió al
concederle el galardón a Humberto Arenal, autor de una obra narrativa
un tanto magra. Valoramos la larga presencia de Humberto en la vida
cultural cubana.
Los jurados que conceden el Premio han variado numerosas veces. Por
ello, no creo que su otorgamiento deba regirse por el variable
criterio de los diferentes jurados, sino que debieran existir unas
normas que guiaran la acción del jurado para conciliar –como ha sido
en algunos casos– el éxito editorial con el reconocimiento a la obra
de la vida y a la historia de nuestra cultura, y no invisibilizar
momentos, obras y autores esenciales de nuestra literatura.

COMENTARIO QUE ENVIÉ AL BOLETÍN "POR CUBA" CON COPIA A GRR
Leo con estupor el artículo de GRR titulado "La Literatura Invisible"
y lo primero que pienso es que debía titularse "La Egolatría Visible".
Por haber sido elegido para constituir jurados de certámenes
literarios, ya este Rodríguez se siente autorizado a descalificar a
otros jurados e invalidar los premios que hayan otorgado sin su sabia
contribución.
Además, según él, dos premiados (Leonardo Padura, el de la crítica y
Reina María Rodríguez, el Casa 1984) le deben a su voto el haberlo
obtenido. Semejante favor debe garantizarle el agradecimiento eterno
de los galardonados, que le deben rendir pleitesía por su
magnanimidad; eso al menos, colijo yo de su escrito. Sin embargo,
según GRR, ninguno de los dos merecía el premio Nacional de
Literatura.
¡Qué maravilla de autosuficiencia! ¡La modestia brilla por su
ausencia! No podía esperarse menos de quien se cree árbitro supremo y
descalifica el acuerdo de cualquier otro jurado en el cual él no
participe. Ahora comprendo el origen de la embestida anti ética que
sufrió uno de mis artículos por parte de este Rodríguez: No conté con
él para escribirlo.
Jorge C. Oliva Espinosa jorgecoliva@gmail.com
Desde Regla, Ayer, "La Sierra Chiquita", ayer, hoy y siempre, bastión
de rebelde cubanía.
Enero 16 de 2014¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬
(1) Mi artículo titulado "Combatientes y Debatientes", publicado en
octubre 13 de 2012

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De la Revolución iniciada en 1868 y aún inconclusa, soy hijo; a ella me
debo.

Jorge C. Oliva Espinosa. Cubano, nieto de mambises, sobreviviente.
http://jorgecolivaespinosa.blogspot.com
jorgecoliva@gmail.com

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